VELAZCO, Demetrio. “Algo más sobre No le arriendo la ganancia de Tirso”, Los Principios, 10 de Junio de 1936:6

La figura central del auto sacramental de Tirso de Molina es el Honor, que tan excelente cualidad no puede existir en el hombre, si no va acompañada de la Virtud, es el pensamiento desarrollado en la obra. El falso honor, el honor mundano, no resiste la prueba del sacrificio y como es de vidrio al menor golpe se quiebra.

Para demostrarlo sitúa al personaje en la simbólica aldea del Sosiego, cuyos ministros son los diez mandamientos y cuyas leyes en el código divino se inspiran.

El Poder, que va de caza, se encuentra con el Honor lo invita a vivir en la corte, y aquel que, hastiado de la vida modesta, ha dejado de ser lo que su nombre indica, acepta gustoso la invitación. En vano intentan retenerlo el Escarmiento con sus consejos, el acuerdo con sus reflexiones, y la Quietud con sus ruegos.

Deja el personaje la tranquilidad de la Vida campesina, y se engolfa en los azares y ambiciones de la corte, casándose con Mudanza.

Magníficos son los festejos que acompañan al Honor a su entrada en las espléndidas mansiones del palacio. Todo se doblega a mita pies: palaciegos, ministros, jueces, militares, hasta el mismo Rey, celebran su llegada.

Triunfante como una reina, entra, a los cuatro días, su esposa; pero bien pronto sufre el Honor la más amarga de las decepciones. Cortesanos y magnates, escudados con su nombre, corrompen la justicia y destierran a la Virtud.

El mismo Poder se enamora de Mudanza y el Honor va precipitándose hacia el abismo de su infortunio No tardan a revelarse los designios del poderoso, y el infeliz protagonista ve colmada su ignominia y su deshonor al oír que, por todas partes, nobles y plebeyos cantan sin reposo alguno: “Si el Honor, por la Mudanza, Medra, triunfando en la Corte. No le arriendo la ganancia.”

Condenado a muerte huye desesperado a su pacífica aldea, a donde llega en el momento en que sus felices moradores festejan, con inefable júbilo, las bodas de Acuerdo y Quietud, de las cuales es madrina la Sabiduría Eterna. El honor que, desesperado, va a precipitarse de un elevado risco, es detenido en su loco intento por los atónitos al­deanos; y arrepentido y humillado, se incorpora después de despojarse de sus galas cortesanas, al bullicioso cortejo, y es invitado, con todos los moradores del Sosiego, a la gran cena que ha preparado la Sabiduría Eterna en honor de los nuevos esposos; es la grandiosa apoteosis de la Eucaristía con que terminan los autos sacramentales.

Tal es, en líneas generales, prescindiendo de pormenores que encierran grandes bellezas, el argumento de No le arriendo la ganancia. Como se ve, el simbolismo perdura, y aparece sostenido en toda la obra, a pesar de que algunos personajes se muestran demasiado humanos y no encajan del todo en el organismo de la producción.

Ya es un progreso la persistencia del símbolo en esta especie dramática y la relación que con él guardan la mayor parte de los personajes: y en esto, como expusimos en artículos anteriores, supera Tirso de Molina a los poetas que le precedieron, incluso Lope de Vega. No alcanza, sin embargo, ni la profundidad de pensamiento ni la altura de abstracción que revele en sus autos Calderón de la Barca; razón por la cual, el ilustre mercedario es inferior al autor de Los encantos de la culpa, como compositor de autos sacramentales

Hemos dicho que perdura el simbolismo: en efecto, desde el principio de la primera escena, en la que aparece el Escarmiento, viejo venerable, perfectamente simbolizado en estos versos:

“Compré de los desengaños.

Que son mercaderes viejos,

En la feria de los daños,

Una tienda de consejos

Con dinero de mis años, etc.”

Hasta la apoteosis final, en la que la Sabiduría Eterna invita todos los aldeanos y, entre ellos al Honor, que se restaura con el arrepentimiento, al solemne banquete donde se sirve el manjar eucarístico todo está envuelto en símbolos. Simbólica es la aldea: simbólicos los  personajes [….]

Tal es la escena de los pastores que, al son de sus instrumentos pastoriles, se presentan llamados por el Acuerdo, llevando en triunfo a la hermosa Quietud, para disuadir al Honor de su intento de abandonar el campo para entregarse a los peligros de la corte; lo versos que la bellísima serrana dirige a su ingrato primo y olvidadizo novio, son de una sencillez y una gracia encantadoras. Vis cárnica intensa revela el poeta en las escenas en que entra el gracioso Recelo, quien magistralmente satiriza los vicios de la corte al describir, de una manera tan original como chispeante, los variados oficios de la gente cortesana. Alto sentido dramático se desprende de los interesantes cuadros que se desarrollan en palacio, desde la admiración aldeana de Acuerdo y Quietud hasta la picaresca malicia de la Envidia y Desabrimiento, desde las inventivas terribles de los campesinos hasta los zumbones apartes de la picardía palaciega, desde la voluble figura de Mudanza y la pasión ardiente del Poder hasta la celosa exacerbación del Honor, quien, víctima de una fuerza incontrastable que se opone a su felicidad, envuelto en la más la afrentosa deshonra, corre a precipitarse desde viscosa altura frente a la sencilla aldea cuyos moradores, formando violento contraste saborean la felicidad de la vida humilde y retirada.

Nada decimos del estilo lenguaje y versificación de la obra. Hemos señalado las características del autor con respecto a los mismos y basta afirmar que todas las cualidades del eximio estilista, del dominador absoluto del léxico y del hábil versificador para el que ninguna dificultad presenta la rima, campea en el auto sacramental No le arriendo la ganancia.

Creemos oportuno decir dos palabras sobre la refundición de la obra y su adaptación a la técnica teatral moderna.

En primer lugar, creemos que el pensamiento y el plan general del auto han sido respetados con religiosa escrupulosidad. Esto es lo esencial, pues de lo contrario, presentaríamos al público una producción nuestra, y no la de Tirso de Molina.

Dentro del plan general, nos hemos visto obligados a introducir modificaciones de alguna importancia. Como el público actual no es el del siglo XVII, y como la lengua y el teatro se encuentran hoy en condiciones diferentes de las de aquel tiempo, necesariamente hemos debido intercalar algunas escenas y suprimir parte de otras, lo mismo que sustituir frases y palabras que, corrientes en la época de Tirso, hoy resulta­rían bajas, incomprensibles o anticuadas.

Al experimentar la obra original esas modificaciones, no ha perdido su sabor primitivo, ni el simbolismo propio de esta especie dramática, se ha desvirtuado. Hemos intentado solamente hacerlo más comprensible teniendo en cuenta el nivel general del auditorio.

Además, el auto sacramental de Tirso, que termina propiamente con la desesperación del Honor y su conato de suicidio despenándose de uno de los mentes vecinos a su aldea, juntamente con su salvación gracias a la caridad de los aldeanos, no tiene la suficiente extensión para una velada teatral, hemos, pues, complicado la trama en derredor del último incidente del auto, y sin apartarnos del espíritu del mismo, hemos continuado el argumento, para terminar con el casamiento de la Virtud con el Honor, realzando así la idea generadora del auto; a saber: el verdadero honor es el que está sostenido y alentado por la virtud.

No ignoramos la dificultad y los peligros que encierra esta clase de trabajos: refundir y, sobre todo, explanar una obra del gran poeta mercedario, sin despojarla de su mérito, y siguiendo la senda iluminada por la inspiración del gran dramaturgo, puede calificarse de atrevimiento; pero era indispensable, dadas las circunstancias que ya enumeramos, modificar y explanar.

Dios nos libre de asegurar que hemos acertado: es el público el que lo ha de juzgar, y a su fallo nos remitimos.

Lo que nadie podrá escatimar, sin injusticia, al Centro Católico Español, es el aplauso por el entusiasmo y el loable fin que persigue al divulgar esta clase de producciones, en los que descollaron los grandes poetas clásicos españoles producciones que son legítimo orgullo de España y gloria de la Iglesia, en cuyo fecundo seno se incubaron.

Córdoba, junio 9 de 1936.