Nuestro público, como muchos otros, de parecida mentalidad e idiosincrasia, no escapa al vilipendio íntimo de los actores y actrices que no lograron su favor, ni trocaron su coquetería esquiva en solicitud o su estiramiento en ridícula alegría. El actor cómico, por serlo o creerlo, se resiste airadamente sí el público no festeja las sandeces que el autor pergeñó con el apresuramiento de quien se sabe acreedor a piadosas tolerancias, e increpado doblemente, si su cosecha de morcillas resulta para el espectador tan anodina e insulsa como la anterior. Sí la complicidad de autor e intérprete, urde tamaños infundios, a qué pretender que un tercero que paga, remate exaltadamente con sus aplausos lo que es injuriante como expresión de teatro y vejatorio como regalo al espectador? Este fenómeno de inconsecuencia en elencos visitantes va dejando de serlo para convertirse en cosa ordinaria.
Convengamos en la sabiduría del público cordobés, de su fina sensibilidad. No lo acusemos de no saber reír, ni amaguemos su fibra sentimental, si se muestra helada y recatada, ante la truculencia del drama sin la mínima parcela de humanidad y de emotividad.
En el teatro nadie mide, limita o retacea sus sentimientos, pero en verdad, en la mayoría de los casos, el espectador no halla cómo desbordarlos, porque no se espejan en el tablado con la pureza que se reclaman, ni la creación escénica tiene la nobleza comunicativa de conquistar el fervor de la sala. Reír o llorar son efectos en el teatro actual que han perdido potencialidad. El venero de la gracia parece agotado. El nervio y la garra dramática, son blandos, enclenques y terriblemente cursilones. Se necesita algo más para hacer reír y algo superior para no hurtar el pañuelo.
El Duende Audaz