Ya tenemos leaders en el escenario de nuestro teatro. ¡Bien! Es lo menos que puede decirse en estos momentos de resurgimientos en el alma del país en pro del arte social.
Cada cual va llevando su óbolo –un denario o una maravillosa golconda– cual para que sea, el Arte necesita de todo y de todos.
Vale casi tanto el que empuja el bloque, no el que hace surgir en él la curva triunfal y olímpica, resplandeciente en la belleza inefable.
Una noción estética moderna y poder va naciendo en todos los espíritus. Los que ayer se alimentaban del empalagoso hidromiel de los románticos, mascan hoy carne cruda o se hartan de las confituras bizantinas de las nuevas escuelas. El progreso, será desequilibrado; sin rumbo ni horizonte fijo, si se quiere, pero es indisputablemente el protoplasma engendra-dor del arte nacional a que se aspira y que guarda en su contextura primaria los gérmenes de las vidas infinitas.
Los que sólo pueden seguir, los que avanzan por las huellas que dejan en los senderos, lanzan su grito de rabiosa protesta por el derecho de gastar quijada, babean por la razón de tener hocico.
Hay que ir contra ellos abrumándolos con la potencia de la producción. Si son bufones, hay que celebrarle la mueca con una sonrisa compasiva; si son reptiles hay que dejarlos marchar arrastrándose. En esto el criticonismo es la ira, el despecho, lo que no se puede hacer pretendiéndose arrancar los a que son alguien, en las iras furibundas de un simulacro de pillaje.
La vida artística en este momento y entre nosotros es así. Los histriones disfrazados de caballeros hacen brillar también sus armas de atrezzo sobre la arena. Pero el que obedece a esta conformación, hace siempre lucir por entre la juntura del corselete los faldones de su librea de lacayo.
Hechas las anteriores consideraciones sobre el sentimiento reaccionario a la vez que innovador que en materia de Arte nos posee en estas horas, bueno es dedicar un breve espacio a la obra que el señor Lazcano ha estrenado anoche en el Progreso bajo el rubro de Don Juan el ingeniero.
Aun cuando ella ha sido llevada al escenario sin pretensiones de ningún género –según modesta declaración del autor– el simple hecho de representarla equivale a colocarla en manos de los que hacen crítica por idiosincrasia o profesión. Es como críticos que la juzgaremos, desligándonos de todo lo que pueda ser afecto o complacencia.
La obra, ante todo, no tiene nada de costumbres nacionales como anuncian los carteles, no es una producción que reviste una característica de mediana originalidad, ni se superpone a lo que generalmente se ofrece como pasto de risa en los teatros por secciones: vale decir, es una amable vulgaridad. Sus personajes tienen costumbres suficientemente hispanizadas o italianizadas o cualquier cosa para colocarlos actuando perfectamente en Andalucía o Nápoles; ninguno se destaca por nada típico ni original salvo el gracioso disparate sobre la luna que declama Leoncio que es la obra toda, que es lo único aceptable corno nota teatral, de la cual el autor no ha sabido sacar un efecto definido y completo.
El idilio romántico del segundo acto entre Rosa y Juan tiene algunas estrofas vibrantes, pero en su mejor parte la situación se precipita y se declara de pronto, bruscamente, un amor que merecía más explicación, más preparación de circunstancias para que no fuera una sorpresa dada al público, superior aún a la sorpresa dada por el señor Martínez en su malísima interpretación del papel de atorrante compadrito.
El Ministro Bomballa no tiene sino una frase feliz al finalizar su presentación en el primer acto y el rol de Brígida, incoloramente trazado, sólo adquiere algún relieve en su bíblica petición de matrimonio de sus protegidos.
En cuanto a recursos escénicos la comedia casi no los posee y cuando ellos vienen como definidores de momentos, surge el eterno y ya abandonado medallón que ha servido a los autores dramáticos para reconocer huérfanos desde la creación […] El señor Lazcano tiene talento y buen humor. Esto basta para que, con un estudio metódico y una preparación mayor de sus dramas, en el sentido del argumento y factura literaria, obtenga éxitos merecidos y completos.
No está el éxito en hacer reír a la gente del paraíso, ni mucho menos arrancar una sonrisa con un chiste de cuño más o menos forzado. El Arte es una suprema religión y los que profesan en ella están en el deber de no acercarse a sus lirios albos y recubiertos de inmaculados encajes sino después de que la gran fuerza de la inspiración vaya santificada por estos óleos imperdurables: observación y estudio.
Como campeón decidido del Arte teatral en Córdoba nuestro saludo gentil y augurador de triunfos mejores. Es en estas horas de sinceridades hidalgas que deben confundirse en la expresión de la verdad los penachos y los corazones.