El excesivo como rápido progreso material suele constituir, con frecuencia y de manera especial en países jóvenes como el nuestro, un valor negativo, cuando no abiertamente destructor de tradiciones que se fundamentan en la más noble y desprendida generosidad y desinterés, como son los que se refieren a todo proceso espontáneo de refinamiento espiritual.
Mientras Córdoba no fue absorbida de manera casi imperceptible por la vorágine de un vertiginoso altibajo de liquidaciones económicas y financieras, cultivaba su sereno orgullo de mantener la primacía de su espíritu, sino luminoso al menos iluminado por un muy estimable caudal de cultura que se depuraba al través del fino tamiz de un buen gusto que se medía por sus costumbres tanto como por la calidad y extensión de su saber, por su innata distinción como por la elegante discreción de sus prácticas sociales, lo mismo que por sus naturales inclinaciones y su diversa vocación satisfechas sin hueras jactancias ni vulgares estridencias de palurdos fácilmente adinerados.
Hasta que no nos familiarizamos como con un vicio con los enriquecimientos repentinos como obscuros, Córdoba podía, y lo fue sin duda con justicia, ser tachada por su engalamiento doctoral, pero la mayoría de los doctores eran doctos de verdad y no disfrazados con un título académico que concita el ridículo antes que el prestigio y la autoridad.
Ateneos, centros musicales, diarios y revistas, centros sociales de diverso origen y objetivos, todos sin excepción, aún los menos vinculados a una específica finalidad cultural, tenían sus escenarios, sus tribunas y sus salones donde periódica y sistemáticamente las puertas del espíritu estaban abiertas a la buena siembra de pensadores, educacionistas, artistas y mensajeros de cualquier buena nueva.
Hace justamente cincuenta años, al antiguo Ateneo de fama nacional, y en una brillante ceremonia, llegaba a la luz verdosa de sus picos de gas, Rubén Darío que, a más de una conferencia, rindió el homenaje a Córdoba con su célebre soneto sobre Fray Mamerto Esquiú, aquel que según el maestro máximo "era un blanco horror de Belcebú".
Así se prolongó Córdoba hasta 1900 y en un comienzo de influenciado encogimiento hasta 1910. Desde entonces el panorama cambió y fue menester apurar el amargo dolor de aprender la diferencia que media entre la generosa gracia de la cultura y la sórdida frigidez de la riqueza.
Y mientras hasta las antiguas librerías perdían la característica de sus diarias reuniones de intelectuales para tornarse crudos negocios de avisadas empresas editoras, numerosos centros donde no había otra finalidad confesada y declarada que su afán de cultura, fueron entrando en liquidación forzosa y sus locales ocupados por los más dispares e insospechados comercios.
El demasiado dinero aduerme y entorpece cuando no nos llega a envilecer donosamente. Y adormecidos hemos estado viviendo, sin que ello suponga que la quietud somnolienta no fuese de tarde en tarde distendida en imprecisos desperezamientos que en su fugaz significado de despertamiento no llamaba la atención de nadie que guardaba celosamente la identidad del ritmo.
Pero como vivir dormido es como entronizar la muerte en la vida, el raciocinio o el temor reaccionan y la gente despierta asustada y presta para entregarse a la actividad certificante de su ser.
El ambiente de larga modorra ha sido alterado y esta vez, al menos así lo deseamos y lo esperamos, será para desvanecerlo y mantener al espíritu vivo y expectante, dinámico y, cuando menos, productor.
Por estas razones es que la llegada tan auspiciosa y augural de El Teatro Experimental de Córdoba que ha librado sus primeras presentaciones con un éxito artístico verdaderamente emocionante y sorprendente.
Un grupo de gente joven –¡tenía que ser así!– enamorada del teatro, que es una de las altas, complejas y completas expresiones de la mejor cultura, puesta bajo la tutela experta y la delicada y fina sensibilidad artística de la señora Leonor Serrador de Moreyra Berman, ha querido vivir en escena interpretando obras que enraízan en el fondo del alma humana.
De la fe en sí mismos, del calor de su vocación espiritual, de la seguridad en sus aptitudes fecundadas por una clara pasión, habla por sí solo un hecho de singular significado; haber elegido para su presentación una obra de Lenormand, teatro de los más difíciles, tanto para el público como para los intérpretes.
El tiempo es un sueño ha sido el drama seleccionado. No es tiempo de análisis ni de crítica de la obra. Baste al propósito, decir que Lenormand, torturador subjetivo, como su congénere Pirandello, ha extralimitado el campo del teatro de ideas, para sumirse en ese medio inquietante, nervioso y angustiado de lo metafísico que signa con un hálito de fatalismo.
No entra en nuestro propósito, como decimos, fundamentar una crítica, de tal suerte que en cuanto pueda referirse a los intérpretes –exentos de la ineludible responsabilidad de los profesionales– sólo trataremos de dejar constancia de la excelencia de su cometido y del admirable desplazamiento en escena.
Naturalmente es dable anotar algunas diferencias personales aun cuando sean de detalle pero que restan al indiscutible éxito general, algunos méritos a la magnífica interpretación.
Todos han realizado su personaje en una penetrante interpretación del mismo y lo han vestido con una fidelidad que llama, ciertamente, la atención.
Una labor de paridad no es fácil lograr aun en avezados conjuntos y mucho menos en obras como las de Lenormand.
Por orden de espectáculo nos resultó muy bueno el prólogo de Marcelo Masola que, en elegante síntesis, explicó la obra teatral de Lenormand y, especialmente, El tiempo es un sueño que fue puesta en escena y que estuvo severa y distinguidamente servida.
Del conjunto tan homogéneo, tan natural y expresivo, tan dúctil, haremos un llamado, por la calidad de su labor a Jorge Celis: ¿por qué con esa dotación no entrega al teatro esa juventud que está proclamando un porvenir seguro y una personalidad eminente, mientras se ciña a las duras disciplinas teatrales?
En suma: el Teatro Experimental constituye un despertar de aurora para Córdoba y un verdadero alarde de cultura al que el público –tan dado al sarampión de las novelas radiotelefónicas, escuela de la estolidez y la más desesperante cursilería– debe asistir con su concurrencia y su apoyo. Como valor de contribución al acervo cultural de la ciudad, la señora Leonor Serrador de Moreyra Berman puede tener la convicción de que ha realizado una obra magnífica que aun cuando no lograra un éxito rotundo, puede abrigar la convicción de que nunca será olvidada y siempre agradecida.