El interés con que era esperado el estreno de El monje blanco por la compañía de Lola Membrives, convirtióse en el éxito brillante de una velada memorable. Pocos son los conjuntos de buen teatro que nos visitan; y menos aún aquellos que nos ofrecen la belleza de un teatro en el que existan exponentes tan valiosos como esta obra de Eduardo Marquina. Mezcla de expresiones místicas y crudezas de la más humana realidad; ensamble de pasiones; descripción de ambientes: trasuntos espirituales en momentos intensos de vida, todo está tan certeramente ajustado en El monje blanco que hace de ella una de las más bellas obras del teatro español contemporáneo.
Pero, hay algo más aún. La belleza de sus versos, esos versos que unen a su inspiración el fraseo sentencioso que provoca cada situación, y cada escena, en un raudal admirable de pensamientos que van desde la expresión filosófica hasta la expresión puramente mística según sea el personaje que los diga. Que traducen en el límpido lenguaje del poeta el estado emocional de psicologías distintas, marginando todo con el cuadro admirable de colorido que pone tonalidades de todos los matices en la escena.
Ajustado todo ello al canon de las exigencias teatrales, la obra de Eduardo Marquina es una hermosa expresión escénica que prestigia dignamente una época.
De todo ello vienen sus méritos; tanto teatrales como poéticos, que hacen de El monje blanco una obra a de belleza luminosa.
La fábula
Fray Paracleto, novicio de un convento de pueblo, ha esculpido la imagen de una virgen que será presentada a los fieles quienes esperan a la puerta del templo el momento solemne; y entre ellos encuéntrase Arabela y su novio Piero, quien reprocha a aquélla los solícitos cuidados y desvelos con que cuida de Maylín, un niño que le fuera entregado por el conde Hugo del Sesi para cuidarlo. Este niño es la preocupación constante del pueblo que llega en sus comentarios hasta atribuirle un origen que mancha la reputación de la bondadosa y resignada Arabela.
El provincial de la orden a que pertenecen los frailes del convento, absorto ante la obra de Fray Paracleto, no escapa a las sugestiones que le produce su perfecta realización de la Imagen, y debe arrancarle a éste la confesión de un crimen que fue precisamente lo que le llevó hasta encerrarse en los claustros.
Viene luego la confesión de Fray Paracleto. Relata su crimen, el crimen del poderoso medioeval, el dueño de vidas y haciendas, señor de horca y cuello, ley y justicia feudales y hace el relato de su crimen; mejor dicho, de su último crimen, porque, ya sus manos habían sido tintas en las vidas que él quiso.
Sucintamente ese crimen lo relata así: Yendo de cacería en una partida integrada también por su prometida la princesa Mina Amanda, éste tropezó en lo alto de un collado, casi oculta entre las peñas, con una miserable cabaña a cuya entrada se encuentra Orsina, quien criase con su padre en el semisalvajismo impuesto por la rudeza de su padre y el aislamiento en que vive.
Bravía e impulsiva, altanera y despreciativa en medio de su propia impotencia, Orsina dialoga con Mina Amanda, y su altanería busca la venganza de ésta, que finge un pretendido asalto provocando la intervención del conde Hugo del Saso, quién atraído por la belleza de Orsina, vuelve a la cabaña para llevársela consigo haciéndola su amante.
La prometida del conde Hugo se entera un día de lo que había ocurrido, al sorprenderla en el castillo. Y las dos mujeres reeditan su lucha de felinos en disputa de la presa. El poderío y la vanidad de la una, frente a la orgullosa altivez de la otra, es un vibrante diálogo de sonoridades tonantes.
Mina Amanda, mujer cuya despiadada maldad supera a la de su prometido, amenaza romper el compromiso y regresar a su tierra si no se hace lugar a la venganza que ella propone: matar a la mujer y al niño que ha de nacer de aquellos amores con Hugo.
Es irreductible en sus imposiciones; no se detiene ante nada, y exige se cumplan sus deseos como única condición.
Accede el Conde, y va a la choza a cumplir la fatal determinación. Tropieza ahí con Orsina, y decide embarcarla para Chipre, dando a sus esbirros el dinero que debe satisfacer sus necesidades. Cuando va a apoderarse del niño, aparece el padre de Orsina, a quien mata, llevando luego a la criatura que es entregada a Arabela.
El crimen cometido no tarda en martillar su corazón, y arrepentido busca refugio en el convento, donde al modelar la imagen de la virgen, reproduce con toda fidelidad los rasgos de Orsina.
El “Provincial” no perdonará el pecado, sino bajo la condición de que durante un año ha de volver al mundo, y recién entonces –si es su decisión irrevocable–, podrá profesar. Y a su “vuelta al mundo”, hallase de nuevo con Orsina y con su hijo, conviviendo con ellos, hasta que fenecido el plazo, resuelve rehacer su vida al lado de los dos seres a quienes ama: a su ex-amante y al niño, cuya placidez de vida es como un glosario del trío cristiano: José, María y Jesús.
Originalidad
Decíamos al comienzo de esta nota, que la obra de Marquina en cuanto a realización es de originalidad. El poeta hace de El monje blanco, una especie de visión cinematográfica. Asistimos, por ejemplo, a la confesión de Fray Paracleto que aparece en el confesionario frente al Padre Provincial, relatando los hechos; pero asistimos a ellos en la realidad […]
Los primeros cuadros, provocan algo de desconcierto en el espectador. Es que la obra comienza al final de “lo ocurrido”. En los cuadros posteriores, vamos a “ver” la confesión; es que asistimos al desarrollo “real” de lo que relata Fray Paracleto al confesor. Pero luego recobramos la hilación, y la placidez de la fábula se eslabona perfectamente.
Interpretación
Fue Lola Membrives la gran figura, como siempre por supuesto. Esas expresiones semisalvajes cuando aparece en la choza, sus gestos despectivos, sus modales bruscos, el menor movimiento en el que traduce tan admirablemente su personalidad, son fruto de una labor grande de gran actriz. Viene más tarde la expresión suave cuando personifica a la Virgen, y el rostro apacible después, trasuntando todos los sufrimientos de su alma adolorida, en una gama de las tonalidades más variadas en la expresión, que son el reflejo de todos sus estados.
EL Público
El público, que como dijimos ayer, llenó totalmente las localidades del teatro, aplaudió con entusiasmo nada común esta obra que ha constituido un éxito artístico brillante. Se manifestó en las explosiones ruidosas de los aplausos.