Por primera vez en Córdoba, se ha hecho una comedia de ambiente local, con todas las costumbres y los hábitos inveterados del terruño, que ha evolucionado físicamente, se ha apergaminado en su ser moral, en un prurito de conservación de rancias tradiciones, que sólo sirven por su falta de vinculación con la hora presente y el cálculo obligado de un porvenir fundamentado en el progreso y nuevas conquistas, para evidenciar la rutina que en todas partes y en buen castellano se llama atraso, pero que nosotros, hábiles y duchos en los malabarismos del léxico, le llamamos, por salvar principios, aristocracia.
He aquí, porque la sátira, arma y remedio acaso insuperables en su eficacia contra lo ridículo, era una angustiosa exigencia de un medio que ha rayado en el propio extremo de lo despreciable.
Pero era menester un espíritu que tuviera la bravura de jugarse a un sólo dado, que se sintiera con la fuerza suficiente de resolverse al naufragio de su mismo nombre, hecho e individualizado, a despecho del montón anónimo, en los campos superiores de las ideas, el arte y el sentimiento, para que manejara una sátira latigueante como la de Aristófanes, con un poco de intencionada maldad como la de Voltaire para que “la llaga duela y se sienta la necesidad de su curación”, unido a ello la habilidad del gran Moliere para hacer cobrar horror al ridículo, y la elegancia de un chisporroteante ingenio como el de Boileau.
Julio Carri Pérez ha sido el espíritu que sereno por su valentía, ha encarado la situación airosamente. El que ha creado Salamanca, obra inmejorable, en resumen, entre las de su género.
Salamanca ofrece al espectador una tesis sana, moral y elevada. Por una parte, el repudio a la tradición en todo lo que tiene de ridícula y chabacana, de arcaica y banal, de atentatoria al progreso moral y científico y por una tácita antítesis, veneración en todo lo que significa grandeza y denodación. Captar la verdad como un hecho indudable, reírse del mito como creación fantástica e insubstancial.
Dejar al espíritu toda la libertad de acción indispensable en la orientación en la lucha y en la fijación de horizontes definitivos de acuerdo a la capacidad intelectual y moral de cada uno, sin que la sociedad aherroje cerebro y caracteres a principios y prácticas remotas que sólo labran el fracaso y la inadaptación al medio.
Escuchar el dogma como el ruido de la piedra que cae sin dañar, y armar la razón como la diaria profecía de la luz solar que vivifica, fortalece y fecundiza.
He aquí la tesis de Salamanca. Luchar para satisfacer aún a los espíritus más exigentes y más puritanos.
El procedimiento, el desarrollo de la obra, es sencillamente admirable, solo a los maestros les es dable la fotografía escénica porque ella implica una exactitud matemática. De aquí que la mayoría de los autores costumbristas ante el peligro, fácil por otra parte, de un fracaso, sean caricaturistas, coloristas y dibujantes prefiriendo el propio comentario al hecho que se comenta solo.
En Salamanca encontramos al autor de una síntesis ejemplar, de un teatro perfecto en el más riguroso de los conceptos, donde el hecho y la acción deben y se producen espontáneos, quedando librados en exclusivo al comentario e interpretación del auditorio.
Carri Pérez ha puesto en un patio cordobés, de un cordobesismo colorido, desde el pseudo-patricio conservador de cuanta ranciedad social exista, beato y sujeto cobardemente a prejuicios y conceptos sociales, hasta el negrito pobre y descamisado que le da a la familia, para que lo críe en la enseña de las rigideces morales originadas por convenciones decentes pero perjudiciales.
Entre esos dos extremos, media toda una sociedad sintetizada con mano maestra en varios personajes que viven en forma intensa y de una fidelidad indiscutible, nuestra propia vida, con sus vicios, sus virtudes, sus prejuicios, sus cobardías y sus malignidades.
El espíritu nuestro, bañado en misteriosos dogmas hechos norma de una vida estúpidamente monótona en su materialismo preñado de petulancia y de ergotismo que no toleran observación, inundado de un misticismo agotador y anulador de energías cuyos últimos restos se emplean en una fiscalización oficiosa del vecino, pasto de chismes mezquinos y conventilleros, nuestro espíritu ocioso y confiado más que en las fuerzas propias, en los milagros del presupuesto que llena el amigo […] de facultades gubernamentales, vive y danza maravillosamente en la obra de Carri Pérez, cuya observación y cuya facultad traslativa son admirables.
Y como el elemento de combatividad, como símbolo del espíritu que anima a las nuevas generaciones, como la razón viviente de no ser tradicionalista de estorbos y cosas inútiles, está ese Horacio, justo, preciso e íntegro que comprende e interpreta la nueva vida de una manera sabiamente razonable.
Porque es menester convencerse que en nuestra época se engañan de lamentable manera los que creen que se puede vivir con las creencias de la edad medieval, como se equivocan los que inopinadamente juzgan que en la pendiente escabrosa de la vida, cuya ascensión hacia la cumbre tiene, sin arrepentimientos ni claudicaciones, iniciada la humanidad hace ya siglos, se pueda retrotraer la marcha de las generaciones presentes, para hacerlas marcar el paso al compás de aquellas otras pretéritas, cuya actuación en el mundo, al decir de la historia, quedó señalada perennemente por un reguero de sangre y odio.
Era menester hacer constar esta idea, para que el Horacio de Salamanca no sea juzgado como un “anarquista” de los que clasificamos en nuestro ambiente, sino como el símbolo de una generación rebelde al dominio de las sombras, como el prototipo de la juventud contemporánea, que exige con justicia, más fe en los destinos de su existencia mutable y sujeta a todos los cambios de la humana naturaleza, que en la gloria de ultratumba, vaga esperanza, cuyos contornos cada día más borrosos, se esfuman en la lejanía de un pasado incompatible al fin con la tendencia de nuestros tiempos.
Salamanca es un cuadro donde todas las pinceladas son justas, donde el colorido es deslumbrante, donde al par que la elocuencia se encuentra la verdad más exacta de los tipos, comprobación feliz de las altísimas dotes de hombre de teatro que posee Carri Pérez, que no ha necesitado echar mano ni de la intriga ni de la caricatura, para hacer vivir gente que no obedece a una creación imaginaria, sino a una habilísima traslación del salón, del club, del comité y de la calle al escenario.
Técnicamente podría, como alguien lo ha hecho, tacharse la comedia como falta de motivo central, como flojedad en el eje sobre el que gira la acción, porque él se quiebra o languidece en el segundo acto. Pero es que no es una comedia simplemente, sino una comedia de costumbres, un cuadro, una fotografía si se quiere, donde el argumento central es un simple pretexto para pespuntar todas las escenas y aún los actos mismos.
Y dentro del concepto clásico, como “comedia de costumbres”, Salamanca es una maravilla. Hay sin duda alguna un poco de amargura en la sátira sangrienta que flota en toda la obra, pero ella está atemperada por una sinceridad a toda prueba, y por una sana moral indudable que se concreta y resume en el último párrafo de la obra, en el discurso de Horacio, que en última tesis, es la moral y es el íntimo pensar del mismo autor.
Carri Pérez, ha obtenido un merecido y un justiciero éxito, que él gentilmente ha sabido compartir con los actores, que a no dudar han hecho una interpretación notable de Salamanca, por la compenetración precisa del tipo que cada uno encarna.
Así Mangiante hace de Miseno una verdadera creación, lo mismo que la Luisa que nos presenta la señora Buschiazzo, quien en la última representación, ha acentuado su dominio de personaje y ambiente en forma muy plausible.
Los esposos Ramírez han dado a la obra el concurso de su inteligencia y su penetración artística. Así mientras la señora Ramírez hace un discretísimo papel del breve que juega Juanita, el Horacio que nos ofrece el señor Ramírez es, fuera de duda, el creado por el autor, hondo, reposado, con dominio sobre sí mismo y enérgico pero culto.
La señorita Sanguinetti, en la pincelada que en el cuadro pone la Ranchera, ha enriquecido el color con una rara creación intuitiva del personaje que evoca.
Marco Aurelio, Antolín Sol y Julio Furner, merecen capítulo especial, pues sus creadores, señores Gialdroni, Martínez y Calderilla, respectivamente, aún antes de hablar estaban ya descubiertos por un público que ha reconocido en Salamanca su misma sociedad, sus mismas personas y sus mismos hábitos.
La señora Mancini, superior que en la noche del estreno, acierta mejor con su papel, aun cuando parece que no tiene, en cuanto a la tentación de la risa, las virtudes de San Antonio.
En resumen, lo repito, la interpretación en general muy buena, guardando una armonía difícil de conservar en obras nuevas y que respiran un ambiente extraño a los artistas.
La dirección artística, que la ejerce el señor Francisco González, se ha hecho acreedora a un aplauso que lo conquista por su celo e inteligencia, puesta en evidencia en los ensayos de Salamanca, y que sin duda se lo otorga sinceramente.
Vaya, pues, al talentoso autor, de quien si antes sabíamos esperar sus triunfos, hoy estamos habituados a llevar su cuenta, un efusivo e íntimo aplauso, realzado por una justa emoción provocada por su arte exquisito.