Está propiamente en la edad que Pendes llamó la primavera de la vida, porque no se conocen los cierzos ni se siente la desnudez de las hojas. Todo sonríe a esta graciosa edad de los 20 años: la naturaleza, la mujer y la esperanza. Tener juventud y talento es ser dos veces protegido por los dioses.
Pero, talento y juventud sólo son dos de los instrumentos con que puede conquistarse la felicidad, sin que ellos sean la felicidad ya alcanzada. Muchos son los arroyos límpidos y frescos que quedan insumidos en el ardiente arenal sin que conozcan el placer de la corriente, que es libertad, y vida. Aplaudir a un hombre joven, no es más que señalarle un derrotero lejano, muy lejano, digno de él: no es complacerle bajo la mansa sombra de la encina para que alivie su cansancio.
Aquel que se reclina demasiado y prematuramente, no llegará a su meta, la que sea, término siempre de una noble aspiración. La juventud latina tiene una herencia de pereza secular y de orgullo literario que vencer, hecho todo de palabras. Si su educación se modifica, ella podrá todo, todo a base de acción fecunda, aunque alcance su prueba después de innúmeras derrotas. El apóstrofe de Demóstenes a Eschino debiera ser la oración de cada día de los espíritus jóvenes argentinos.
Reciba el apreciable colaborador señor Carri Pérez esta exhortación cariñosa a manera de regalo fraternal, exactamente como una prueba de nuestra fe en sus talentos a la vez que como un voto a los dioses para que siempre lo protejan.
Mucho se ha escrito sobre la manifiesta carencia de un alma nacional, del predominio de un espíritu nuestro que se sobreponga al abigarrado y chillón cosmopolitismo que, hoy por hoy, impone su ficción y su artificio ahogando las que pudieran ser sus acentuaciones más características.
No tenemos, a fe, una voz en el concierto de “las voces de las naciones” encuadrando el concepto en aquella síntesis famosa del alemán Herder, en sus estudios sobre la filosofía de la historia.
Mantener su personalidad nacional, digamos con Rodó, es la epopeya ideal de los pueblos. “Esta personalidad es su arca santa, su paladión, su fuerza y tesoro; es mucho más que al suelo donde está asentada la patria.”
Entre nosotros, en ninguna manifestación se exterioriza con más fuerza esta deprimente carencia de sentimiento nacional que en el desapego a las bellezas del pasado, en la indiferencia ante la tradición y las altas cosas del espíritu.
Se levanta una voz en defensa de las reliquias de nuestra historia, de los signos de otro tiempo, de los restos arqueológicos con perfume de antigüedad y sabor de leyenda, pero la apaga el estrépito del presente materialista, sensual, que detesta la poesía del recuerdo y de lo arcaico.
Carcome así lo viejo, lo que habla un lenguaje de siglos, no el tiempo, y si un implacable afán de restauración bárbara, en homenaje a un concepto moderno, pedestre y vulgar, reacio a las nobles confortaciones del espíritu.
Cuando debiéramos conservar y amar todo aquello que llega hasta nosotros horadando las épocas, con el cuño auténtico de la historia o del arte; cuando en su maravillosa, honda poesía, debieran ser el monumento, el campo, la denominación, el cuerpo, en fin, motivos de meditación o de ensueño, fuerza evocatriz, perfil estético o étnico imborrable ante el cual debe postrarse el cariño y la nostalgia, un sentido absurdo de progreso, a fuer de prostituido, los desplaza, borrando todas las emociones que pudieran brotar bajo una sugestión repleta de armonías.
Volteamos tales monumentos para dar espacio a la erección de los rascacielos antiartísticos; trocamos el nombre de las viejas villas; apenas nos descubrimos al corearse el himno nacional; tratamos siempre de quitar todo perfume a la exhalación misteriosa de vida espiritual que despide sutil lo que ha cruzado las épocas; destruimos todo aquello en que parece palparse la huella inefable del tiempo, como si hubiera amontonado vestigios, y en que cree escucharse un rumor prolongado de eternidad, de gloria, de arte o de ensueño, donde debiera vibrar el espíritu ante el borbotar de tradiciones y recuerdos que viene cantándonos una eterna canción de melancolía y de leyenda.
Y lejos de llorar la desaparición de muchas de las más venerables prolongaciones del pasado, sentimos el afán de volcar los últimos y dejar el campo libre, abierto a las pedestres preocupaciones de hoy, despreciando lo que tiene el timbre primitivo, sugeridor de hondas emociones.
Por eso Ricardo Rojas se sublevaba ante la decrepitud alcanzada por el idealismo de la raza y pedía en la introducción de un libro lejano, la salvación de la remota leyenda donde se renueva el arte, del genio substancial del núcleo primitivo, de las fuerzas del espíritu territorial.
Jamás pueblo alguno sintió el afán de la demolimanía con tanta vehemencia como el nuestro. Hartos estamos de oír que somos el gran país del porvenir, y alucinados por la febricitante convicción, que actúa a modo de acicate, todo nuestro empeño se encamina a lograrlo, empeño noble si los hay, pero tergiversando su concepto. Llegaremos así a formar un país rico y próspero en su existencia material, pero pobre, endeble en su vida espiritual.
Las viejas villas, con sus nombres característicos que nos han llegado de remotas épocas, nombres seculares de sabor fuerte, de expresión rotunda, que se empotran en los orígenes nacionales han cambiado, en su mayor parte, de designación. Este re-bautismo quita a las villas, al par que sus nombres, todo su pasado, su fusión íntima con el alma popular, su leyenda, su historia, digna, por ser tal, de respeto.
La enumeración estaría de más y es, por lo extensa, desconsoladora. Una interpretación vulgar del homenaje debido a la memoria de los grandes muertos, ha primado en las nuevas designaciones, y el brillo de los entorchados ha podido más, mucho más, que toda una tradición étnica, histórica y geográfica…
Siguiendo el ejemplo de Buenos Aires, ahora Córdoba, la ciudad que ha visto desaparecer la “casona” de Pueyrredón y que aún conserva intacto el frontis de la Catedral con sus torres, exponente de la más pura arquitectura morisco-española, está a punto de ver caer bajo la acción de la piqueta, “la casa de Sobremonte”, uno de los monumentos que con mayor orgullo se ofrecía a la curiosidad de los forasteros…
El vetusto caserón, con sus amplios salones, que otrora fueron sitio de espléndidos saraos en que se congregaba la más rancia sociedad colonial, con el prestigio de sus pergaminos universitarios; con sus patios abiertos a plena luz; que fuera residencia del virrey más famoso del Río de la Plata, antiguo gobernador de Córdoba, que débele el célebre “Paseo” de su capital y la fundación de muchas ciudades de su territorio.
La vieja mansión señorial, atestada de recuerdos, envuelta en leyendas, en la que se respira un perfume de eternidad y que es un pedazo del alma misma de Córdoba, tan adherida se encuentra su existencia a ella, pronto dejará de ofrecer su grave aspecto, para dar lugar al levantamiento del edificio en que se instalarán las oficinas de una institución bancaria. ¡Sugestivo contraste!
No más estará con su presencia adusta, con sus muros que parecen parlotear un idioma de añejas recordaciones y en cuyo interior hay como una imposición austera, “libro magnífico de piedra del que cada página es un pedazo de historia, un capítulo de leyenda”, donde parece se hubiera petrificado en contemplación el tiempo, y bajo cuyos arcos la voz retumba como un eco de los siglos.
Y se irá la vieja casa cediendo a la piqueta bárbara, llevándose el misterioso encanto que su leyenda encerraba. No más su conjunto, en la totalidad de sus detalles, exhalará su aliento de poesía y de recuerdo, trayendo a la memoria pasadas incidencias de nuestra historia.
Lloremos su desaparición. Con ella se va un pedazo de Córdoba, de la Córdoba arcaica, de profunda vida espiritual, famosa, con derechos adquiridos en los anales del país.
Así, como éste, se han ido y se irán otros muchos monumentos. Es que nos falta la cohesión del espíritu argentino, el sentimiento de la nacionalidad que, a tenerlos, nos harían salvar y guardar las reliquias del pasado, repletas de añoranzas que hablan un lenguaje de ensueño, que no llega al entendimiento vulgar de quienes las quiebran con afán mercantilista y torpe.