La Sociedad Argentina de Autores Dramáticos y los actores del Teatro Nacional han lanzado la idea de conmemorar con veladas literarias teatrales la memoria del malogrado dramaturgo señor Florencio Sánchez, con motivo del próximo aniversario de su muerte, ocurrida el 17 de noviembre.
El propósito ha sido acogido con la mayor complacencia, asociándose a él un numeroso público admirador de las obras del talentoso escritor.
Florencio Sánchez se inició en la literatura dramática en una época en que todas las iniciativas eran poco menos que quimeras, cuando no estaban basadas sobre un progreso puramente material o especulativo y, como todos los que luchan en un ambiente inadecuado, fue víctima de su mala fortuna.
No por esto la obra de Sánchez fue menos fecunda, a pesar de los sinsabores de la más ingrata de las profesiones, la de educar al pueblo, pues el teatro y la escuela marchan paralelamente en este sentido. El autor educando y recreando a los hombres y el maestro a los niños, han sido y son todavía parias en su propia patria.
Escritor fecundo y genuino, con idea y criterio enteramente personales, Sánchez se apartó de la senda trillada, seguida por los escritores teatrales argentinos que lo han precedido y cuyas producciones se resienten del medio de fuerza y de injusticias que ha sido el rondo de nuestro ambiente popular desde los años de 1850 hasta 1890, lo que explica las producciones que hoy en día han sido relegadas al circo en su mayor parte.
Una época de progreso intenso principiada en el 84, tuvo su apogeo en el año 90, y puso a la República Argentina al nivel, bajo todos sentidos, de las más adelantadas naciones del mundo.
Los gustos cambiaron completamente; el refinamiento social tenía otras exigencias que las de antaño y el teatro, como todos los ramos de la humana actividad, hubo de transformarse.
En esta época aparece Sánchez, pobre desconocido, pero con el talento suficiente para ser un precursor y escribe sus primeras obras tímidamente, como un principiante inexperto que no encuentra un Mecenas que sostenga sus primeros pasos.
Al ver a este joven soñador que decía cosas muy lindas y buscaba la filosofía de la vida en el fondo del alma argentina, los críticos ramplones tuvieron un gesto de supremo desdén. ¿Qué iba hacer un hijo de la tierra? ¿Qué teatro era este que no llevaba la etiqueta de importado?
Y los mismos críticos que hubieran debido estimularlo, lo ridiculizaron, estorbando sus primeros ensayos. La crítica teatral en Buenos Aires se reducía en aquella ya remota época a dos extranjeros, muy pagados del teatro español, sobre todo, y uno que no veía otra cosa que la opereta francesa. Sólo hubo una excepción, Héctor Varela, que vislumbraba la posibilidad de tener un arte teatral que tuviera aromas pampeanas y armonías de nuestras sierras. Tal la situación cuando Sánchez vacilante, entregó a los empresarios sus primeras obras, que se le recibieron por caridad. Triste es decirlo, el hombre cuya producción admiramos hoy, no dispuso muchas veces ni de recursos para comer y, bohemio de la idea, llevaba una existencia precaria y azarosa en medio de ese Buenos Aires opulento, en que el oro rodaba por el suelo y en que cualquier lustrabotas se hacía rico.
Pero en ne tue pas les idees, como escribía Sarmiento, en una roca de zonda, cuanto tomaba tristemente el camino del destierro, corrido por las hordas de Benavides, y las ideas de Sánchez, como un torrente cuyas aguas represadas rompen el dique que las sujeta, se manifestaron tumultuosas y se impusieron.
Escribió M’ Hijo el Dotor, producción que la empresa de Arellano puso en escena el domingo último y esta obra abrió Florencio Sánchez las puertas de nuestros teatros. Por cierto que buena fortuna fue para él que los Podestá se hubiesen dedicado al arte nacional y lucharan como héroes para imponer al público el género nuevo.
M’ Hijo el Dotor era una promesa. Solamente un innovador como Sánchez podía atreverse a encontrar y decir públicamente que el alma que contempla la inmensidad de las pampas, podía tener tesoros de poesía y de ternura, y que el pobre gaucho tan barbudo, tan explotado, podía poseer corazón.
El público de Buenos Aires aplaudió la obra, la prensa le fue favorable, y Sánchez, juzgado, sentó plaza entre los escritores rioplatenses, donde ocupó desde luego el primer puesto.
Bien lo merecía por cierto: M' Hijo el Dotor encierra un gran fondo de filosofía. Es la lucha de las costumbres del pasado con las tendencias modernas; lo que fue y va desapareciendo poco a poco, para ceder su lugar a nuevas ideas, a nuevas generaciones a quienes el destino ha encargado la creación de esta nacionalidad argentina, fuerte, viril, a la par que ilustrada, que servirá de base sólida a un gran pueblo, libre de prejuicios y de preocupaciones y preparado para mirar frente a frente el porvenir grandioso que lo espera. ¡Qué de ternura en la madre y qué de sencillez a la vez! ¡Cómo evoca el alma de esas matronas de provincias con la intuición de las ideas generosas y que todo lo olvidan, todo lo sacrifican para amar!
El padre es el gaucho rebelde, ciado frente a la naturaleza, que no ve más allá de su voluntad y que quiere dominar a los hombres, como al potro salvaje, que ruge de dolor baja la presión de sus espuelas ensangrentadas.
Y ella, la pasionaria, la niña de negra, cabellera, de tez trigueña y de ojos soñadores, siempre dispuesta al amor y al sacrificio. La verdadera mujer argentina madre de nuestros hijos. ¡Qué de sentimiento en la acción sencilla y casi vulgar del argumento, pero que el talento de Sánchez ha sabido enaltecer, hasta hacer derramar lágrimas verdaderas o adivinan la vida o a los que tienen heridas que no se curan nunca!
Con la experiencia y los consejos de la crítica benevolente y educada, Sánchez ha mejorado notablemente su escuela y tiene producciones que pueden llevar al pie cualquier firma con aquella, etiqueta de que hablábamos.
Su patria le ha sido ingrata. Sus obras, explotadas como vil mercadería en poder de mercaderes, se han vendido A precios irrisorios, y el hombre cuyas obras se representaban centenares de veces en los escenarios de su país murió pobre y desamparado, y probablemente desesperado en la cama de un hospital de Milán.
Hoy la posteridad justiciera trata de vindicar su memoria, de hacer justicia al que fue el más notable ingenio del teatro nacional. Ante la muerte todas las frentes se descubren, la envidia retrocede espantada.
Tal es el hombre cuya memoria tratan de honrar los que de teatro se ocupan y no lo dudamos, el público de Córdoba sabrá apreciar lo altruista de la idea y honrar con su presencia la velada que se dará en honor de tan preclaro ingenio.