En la función de anoche en el teatro La Comedia, en homenaje a la memoria del dramaturgo italiano Luis Pirandello, nuestro compañero de tareas, F. Mateos Vidal, dijo las siguientes palabras:
La señora Fanny Brenna, actriz argentina que incorpora a su repertorio, con feliz acierto, obras de los autores más afamados del mundo, no podía, sin dejar en la lista un claro imperdonable, olvidarse del valor más alto del teatro italiano de todos los tiempos, cumbre imponente en la dramaturgia universal: Pirandello, cuya comedia Vestir al desnudo escucharéis enseguida.
La reciente desaparición del autor ha dado a la novedad un carácter singular: rinde la actriz un homenaje devotísimo al genial comediógrafo cuya presencia, si mantenemos una línea pirandelliana, hemos de considerar actual, a pesar de su muerte, en la prolongación de su obra, más real, con “realidad creada”, que la misma realidad material de su figura humana.
Invitado a asociarme al homenaje, interpretando los sentimientos que lo inspiran, e invitando a ustedes a adherirse a él, en una forma más íntima que la de mera asistencia, voy a rogarles un momento de recogimiento, para considerar, en síntesis veloz, algunas facetas del arte de Pirandello presentando mi admiración como único título habilitante.
Hace años que se discute el “caso Pirandello”. No creo adelantarme al juicio definitivo de la Historia, si afirmo que la permanencia de su obra, la universalidad del acatamiento y el acuerdo sobre el valor que la sustenta, han concretado la polémica a lo accidental. En lo fundamental no hay discrepancias: Pirandello está más allá de las opiniones individuales.
Una sola comedia basta para otorgarle lugar de preferencia entre los dramaturgos del siglo: Seis personajes en busca de autor. La más significativa de sus obras. En ella, está su originalidad formal, la síntesis de su estética, la esencia de su posición filosófica.
Humorista, obtuvo los efectos máximos del choque de los contrarios en Seis personajes… cuando los “personajes” se desviven por explicar sus tragedias, cada cual la suya: la Hijastra, su deshonor; la Madre, el dolor de conocerlo; el Padre, su tortura moral: los Actores, espectadores del drama “a hacerse”, ríen, del extraño caso, alentados por la pregunta del desconcertado director de la Compañía cuadrado ante los Personajes que quieren realizarse, que buscan autor, es decir, vida: “¿Han venido ustedes a divertirse?” Choque de contrarios. El Director toma a broma lo que en los personajes es desgarradora tragedia. Consecuencia: humorismo cruel. Y escepticismo. Lo explica, en la misma comedia, El Padre. Oigámosle:
“– Pero si todo el mal está en eso: en las palabras! En cada uno de nosotros vive un mundo de imágenes diferentes. ¿Cómo es posible que nos entendamos si en mis palabras vibra el sentido y el valor de las cosas que en mí están, en tanto que quién las escucha, inevitablemente, las da el sentido y el valor que para él tienen, según el mundo de imágenes que vive en él? Creemos entendernos, pero no nos entendemos jamás”.
Deduce de esa posición su afirmación de escéptico absoluto, que niega toda realidad material y moral, todo criterio seguro para la comprobación de la verdad y del bien ¿Es verdadero? ¿Es bueno? Las preguntas quedan sin respuesta. O lo que es peor, caótico, cada ser “les da el sentido y el valor que para él tienen”. Así es posible en sus comedias esa confusión de líneas: no hay límites: los personajes, a los que él califica de “realidad creada”, ¿son hombres? ¿son fantasmas? Pero ¿lo saben ellos? Es decir, prolongando el raciocinio ¿sabemos nosotros, todos y cada uno de los hombres, si somos fantasmas o realidades? ¿Soñamos? ¿Vivimos?
Esa es la eterna duda de Pirandello, de sus criaturas. Duda teatralísima, pero para mí, modesto espectador, inconsistente: ¿soñamos? ¿vivimos? Pero por ventura podríamos soñar si no viviéramos?
Paralela a esa duda esencial, corre otra en el teatro pirandelliano: sus personajes ¿son cuerdos? ¿o locos? Desarrolla este aspecto interesante, de alta sugestión, en forma especialísima en dos de sus comedías: Así es (si así os parece) y Enrique IV. En la primera de las nombradas, sin verdadero desenlace queda planteado el problema: hay un loco, pero ¿es la suegra? ¿es el yerno? Y otra vez el escéptico: ¿cuál es la verdad? ¿existe la verdad?
Para comprender esta posición estético-filosófica de Pirandello, hay que asomarse a su vida.
De profunda cultura, doctorado en filosofía en la alemana Universidad de Bonn, de regreso a su patria conoció en carne propia el zarpazo de una duda aterradora. Su esposa, tras una enfermedad de meses, empezó a acusar síntomas de enajenación mental: unos celos terribles, que no desaparecían ante las pruebas más concluyentes del marido. Antes de que la locura invadiera aquel cerebro, era una fronteriza, como la casi totalidad de los personajes que nacieron luego del genio. El fracaso de sus explicaciones ante la esposa, dio a Pirandello este raciocinio: “Yo presento a mi mujer pruebas concluyentes de mi fidelidad. Y no me cree. Y presento la realidad. Pero no me cree porque ella tiene otra realidad, su realidad. Luego la. realidad no es una, cada uno tiene la suya”.
Y en esa tragedia, de todos los días fundó Pirandello su humorismo, produciéndose también en él, en él antes que en su obra, el choque de los contrarios: Esteta, convirtió su dolor en obra de arte. Su genio se alimentó con su propia sangre. Y él sonreía. Sonrió, hasta el 10 de diciembre de 1936; día definitivo, de telón rápido, que al caer para todos nos otros con respecto a él, inició sin embargo para el genio, ya inmortal, el acto sin fin de la Verdad