Un comentario suspicaz de ciertos criterios de susceptibilidad excesiva ha encontrado motivos de crítica, expresada en términos violentos al juzgar algunas de las representaciones realizadas por el conjunto artístico que finalizó el domingo último su temporada en el Rivera Indarte.
Sin entrar a apreciar el detalle de la cuestión y sin que estemos en principio en desacuerdo con el juicio fundamental, se ofrece el caso a consideraciones oportunas de que debe dejarse constancia, en obsequio de la justicia y en salvaguarda de las responsabilidades que a cada uno corresponden.
El núcleo artístico que nos ha visitado, constituye, –y no hay en ello dos opiniones encontradas– el mejor que en su género haya actuado en Córdoba, por la selección de su elemento, por el número, por la riqueza de sus exhibiciones y por la homogeneidad admirable del conjunto. Ha sido un esfuerzo de empresa, tanto más estimable en las circunstancias presentes en que esta naturaleza de negocios llevan en contra del éxito múltiples factores, el principal de todos la situación económica general.
No puede negarse que la empresa Massa jugó una partida peligrosa, desafiando el albur de una mala operación financiera con la mayoría de las probabilidades en su disfavor. Ello, no obstante, la empresa y la compañía, cuidadosas del ambiente social, atendieron encarecidamente a la moralidad intachable del espectáculo, confiando en que una sociedad que así se ve halagada en sentimientos tan respetables, hallaría en ello mismo un estímulo para responder a la consideración.
Pero el espectáculo cuidado y puntilloso, llevado, como en la ocasión presente, al exceso de la mutilación evidente de las obras, encontró la indiferencia social. Y la lógica imponía a quienes debían defenderse contra el desastre financiero, tentar todos los recursos a su alcance para evitarlo. Un día se echó mano de la crudeza del espectáculo, aunque sin salirse un ápice de los límites marcados por la obra misma, cruda de por sí y la sociedad llenó el teatro. Al día siguiente el comentario cáustico y sin atenuantes fustigó el suceso lamentando que se hubiera variado la línea de conducta inicial: en otras palabras “censurando que la empresa y la compañía no continuaran perdiendo dinero para costear susceptibilidades que la sociedad era la primera en declinar en los hechos”.
La empresa y la compañía acataron una última vez la exigencia así manifestada y la sala del Rivera Indarte se mantuvo vacía. Apeló de nuevo a la crudeza y la sala se vio desbordante.
No queda el recurso extremo de argumentar que quien la llenaba esta segunda vez no era la sociedad más distinguida de Córdoba, porque lo era nomás, y sin confusiones posibles.
Esa es la verdad, dolorosa si se quiere, pero absoluta y cuando es esa la verdad, ingenuo y risible resulta que sean las empresas y las Compañías quienes hayan de meterse a redentoras al precio de su propio fracaso financiero y para quedar en ridículo.
La moralidad en el teatro es necesidad social y es problema que debe afligir sobremanera, en eso estamos todos de acuerdo. Que la actual empresa del Rivera Indarte, a pesar de la incidencia anotada, ha puesto todavía un esfuerzo meritorio y plausible para no exceder el límite de lo prudente hasta donde era humano exigírselo, también es cierto. Entonces quedan a deslindarse las responsabilidades y no resta sino un sólo factor a quien le corresponda cargar con todas ellas: la sociedad.