Subió antenoche a escena, como estaba anunciado, la comedia dramática en tres actos cuyo título nos sirve de epígrafe, original del doctor Saúl Alejandro Taborda.
Declaremos desde luego que La obra de Dios, hermosa comedia, es sin duda una de nuestras mejores y más enjundiosas producciones del teatro local. Mejor dicho de autor local.
Conocíamos anteriores obras dadas al escenario por Taborda y en su oportunidad dijimos de él que se presentaba con singulares disposiciones ingénitas, exornadas por un robusto talento de escritor y de un espíritu estudioso que hacían pensar en la proximidad de su definición de dramaturgo, realizada antenoche en La obra de Dios; comprendiéndolo así el selecto como numeroso público que complacido premió al afortunado autor con una salva de aplausos al caer el telón del segundo acto, para convertirse en verdadera ovación al final de la comedia.
La obra de Dios es una comedia de alta enseñanza filosófica y de una valentía en la manera de exponer las ideas y las pasiones que juegan en la obra, característica de su autor.
Un anciano matrimonio concierta el enlace de su hija Elena, con el doctor Felipe Grasso, sin que aquella fuera consultada en sus sentimientos y sin que éste pareciera haberle dado mayor importancia al cariño que pueda haber inspirado.
Esta entrega que los viejos Esquivel hacen de su hija es para ésta un recio golpe, desde que está enamorada de su primo Juan Carlos, espíritu soñador y romántico, de una bohemia aristócrata que va paseándola por todo el mundo en sus largos viajes, y de una preclara inteligencia que le hace decir pensamientos de una gallarda valentía, no en defensa de su secreto cariño a Elena, como podría suponerse, sino del derecho que su prima, como mujer, tiene a su juventud y a su puñado de felicidad.
El doctor Grasso es un advenedizo calculador, con más facultades de bajo intrigante que cerebrales, un exitista potente de egoísmo que sólo tiene por gula una ambición desenfrenada: hacerse carrera y labrarse porvenir a costa de cualquier cosa, aun de su misma tranquilidad.
Se casa con Elena como solucionando un hábil negocio, que no otra cosa es el afianzamiento social que busca y que no tiene, siéndole indispensable para el logro de sus propósitos. Y lo consigue vinculándose así a un apellido lleno de prestigios y que le abre puertas antes cerradas a su osadía y a su larga ambición subalterna. Su moral es la de un Tartufo de menor cuantía. No importa el medio, nada vale la tempestad íntima, no significa un ápice su abyección que infesta el hogar, que mata el alma de su propia mujer a fuerza de revelarle bajezas y ruindades, con tal que no trascienda fuera y pueda perjudicarlo el comentario social en su camino abierto al frente como una promesa de fácil arribo. Y así en la obra vemos planteado un bárbaro conflicto pasional, más común de lo que con frecuencia solemos suponer.
Elena es la vida misma: es su alma un ramo de lirios, una hoja de poesía y de amor. Es 1a juventud que goza religiosamente en seguir su corazón sano y hábil buscador de su felicidad.
Juan Carlos es su equivalente, o su compensativo, que desde luego ha sido preso de los encantos de su prima que, como hemos dicho, le amaba.
Y sus espíritus se exaltan cuando en la primera escena de la obra al conjuro de “La Reverie” de Schuman, que Elena ejecuta como ninguna, se sienten empujados uno al otro, se compenetran, se llaman y ambos con la timidez del sincero amor se guardan lo que sienten, como si la grandeza de su pasión no pudiera ser traducida.
Juan Carlos entonces le cuenta aquella magnífica y hermosa parábola de la novia del Príncipe Azul que decía todos los días al caer de la tarde, “iré mañana… iré mañana” y nunca llegaba en busca de su ideal por ver de realizarlo.
Estas bellas palabras son de una fuerza sugestiva tan grande para Elena, en cuya memoria quedan grabadas, para repetirla en cada ocasión que ve cómo siempre va renovándose la esperanza de que llegue su ideal, su amor: “iré mañana… iré mañana”.
Y Juan Carlos, que vive buscando su ideal de quimera y poesía, vase a la India en busca de lo que acaso ni su mismo espíritu sabe precisar.
La pobre Elena se ve entonces casada por sus padres que la entregan al Dr. Grasso en quien ven la halagadora promesa de un yerno que escalará todas las posiciones con su talento, con su fortuna y con su habilidad. Creen labrar así la felicidad de su hija, cumplir con su deber, hacer “La obra de Dios”.
Un año transcurre apenas de casados y aquel desdichado hogar no tiene en su seno más que las canallescas bajezas de su jefe, las humillaciones y el abandono de Elena que sólo ha sido un eslabón -o un peldaño para los intereses del esposo.
Aquella, poseída en su educación paterna por un concepto arcaicamente rígido y exagerado del deber, llora a su esposo que, ya ministro, pasa los días sin verla, entre el pretexto de sus múltiples tareas, que son casi en su mayoría francachelas, juego, amantes que, sin duda, compadecen aún a la mujer así tirada en la dorada prisión de su casa.
Entre tanto, vuelve Juan Carlos de su largo viaje y llega hasta su prima sorprendido y lleno de dolor, que Elena quiere matar con un engaño sincero: le dice que ama y que le aman.
Entre tanto Ernesto, hermano de Elena, convencido arraigadamente de sus ideas que deben irse afianzando en la dolorosa experiencia recogida en el hogar de los Grasso, escribe su tesis de abogado decididamente divorcista.
Y dice: "cuando hay error en el vínculo matrimonial, la ley debe ser más valiente y debe subsanar una situación que parece no encarar por cobardía. La mujer debe tener igualdad de derechos al hombre. No hay por qué obligarla a renunciar a su juventud, y a su amor y al inalienable derecho que tiene de un poco de felicidad. Por eso para mí el adulterio no es un delito".
Ante la prédica que va revelando verdades insospechadas por el serenamente buen espíritu de Elena y ante el abandono e insultos de su marido “descendiente de patanes”, su amor por Juan Carlos acrece, acrece a diario. Ya saben ambos que se aman y él ruega que sea de él, que tiene derecho a pedirle su amor que fue siempre suyo, a cambio del muy grande que le guardó siempre.
A Elena se le abre un conflicto que la perturba: o su amor, su dicha, su vida toda que la sorberá placenteramente o la inflexibilidad de su deber de esposa que la condena a la cárcel de su fidelidad inexplicable por no haber a quien guardarla, a la cadena de su inagotable penuria de ser un mueble despreciable y molesto más que otra cosa alguna.
Grasso sorprende la escena y, reclamando el cuidado por el escándalo, le grita cuatro vulgaridades groseras a su mujer que está transformada por el valor de su pasión, y frente a frente, con la lealtad de todo lo sincero ante un estúpido interrogante, le responde: “Si, Juan Carlos, es mi amante”.
Grasso se arroja sobre ella y pretende estrangularla. Ernesto le toma del cuello y le arroja a un lado. Niega la existencia del pecado que, aún confeso, su hermana no ha cometido y le enrostra su villanía, su bajeza, el cálculo de su matrimonio y le acusa a él, exclusivamente a él, de la desgracia imposible de reparar de aquel hogar, en ruinas el mismo día de levantado.
Juan Carlos le ha dicho a Elena: “Ven, vámonos, seamos felices. Reparemos el error. Conquistemos la felicidad”, mientras Elena, aún titubeante, le dice: “Iré mañana… iré mañana”. Y ante la apremiante exigencia del enamorado y querido primo, Elena cede y promete irse con él.
Y al partir juntos, ella enferma, gastada en sus años sufridos en aquel nauseabundo hogar, debilitada y consumida de dolor, de duda y de incertidumbre, deja con su muerte de amargura del ideal quebrado al nacer, de su quimera desatada y caída en el momento de sentirla como torna en amable realidad. […]
Como técnica teatral, nada hay que reparar. Su misma natural sencillez dice del dominio a que de ella ha llegado Taborda, acaso lo más difícil de poseer un autor.
Sus diálogos movidos, fluidos, vibrantes y blandos, llamaron la atención de los entendidos en la materia.
Y dejamos de ex profeso para el final el elogio que, en nuestro sentir, sea el más justo y el que más razonablemente pueda dejar satisfecho a Taborda: La Obra de Dios es, seguramente, la comedia más bellamente escrita en el teatro local.
Su hermosa prosa llamó la atención de todos, que estuvieron antenoche bajo el juego nervioso de una honda emotividad, que Taborda ha puesto en la mayoría de las escenas de su obra, que está bañada de su espíritu de artista y soñador.
De la interpretación digamos, a pesar de la nerviosidad que importa siempre para los actores el estreno de una obra local, que ha sido justamente brillante.
Blanca Podestá hizo en su papel de Elena una creación grande por su arte, y por el cariño y la emoción sincera que ha conquistado el papel en su espíritu exquisito de mujer y de artista.
Rosich, exacto en su encarnación de Juan Carlos, a quien supo darle toda la vida que el personaje requería, sin apelar a otros recursos que a su honesta labor de sincero.
Ballerini nos dio un Ernesto sobrio y justo. Tengamos en cuenta que la ductilidad del espíritu del excelente actor cómico, quedó acreditada anoche en manera cabal, encarnando un personaje que le ha hecho tanto más exacto, cuanto más cuidado ha debido tenerle en razón de no ser de su género.
No hemos de escatimar por cierto un efusivo aplauso a Lliri, que en su ingrato papel de Felipe Grasso, supo estar a buena altura, revelando dotes de observador y estudioso, lo que sin duda ha hecho que creara un Grasso difícil de sustitución.
Muy bien Blanca Vidal, que compuso una Sofía valiente, gentil y buena.
Todos, sin excepción, pusieron antenoche al servicio de La Obra de Dios cariño y talento. Dos cosas indispensables para poder hacer una buena interpretación “que llegue” al público. Éste, no escatimó sus aplausos que, al final –como decimos–, estallaron en una sonora ovación que obligó a levantar el telón diez o doce veces hasta que, ante la exigencia insistente del respetable, el autor Taborda vióse obligado a dirigir la palabra.
Vayan hasta el afortunado autor nuestros plácemes.