“Odeón. El nocturno de Chopin”. La Voz del Interior, 1 de Agosto de 1916: 5

Como estaba anunciado, el domingo por la tarde estrenó la Compañía Jambrina, el poema dramático de Julio Carri Pérez, titulado El nocturno de Chopin.

En obsequio al hecho excepcional, y antes de comentar la obra en sí, hemos de referirnos primero a la sala misma del espectáculo, cuyo aspecto, el día del estreno, ha sido único en los anales del teatro cordobés.

Y es así en efecto: por primera vez, desde la época a que alcanza nuestro recuerdo, las gradas de un teatro hanse visto materialmente invadidas por un respetable núcleo de nuestras familias más distinguidas, que no quisieron en forma alguna, perder la primicia del estreno más poético y más romántico del año.

Es así, también, que por primera vez, el paraíso ha visto por obra y gracia de la presencia simpática y amable de nuestras damas, esfumarse la ironía significativa de su nombre tan pomposo, para verlo orgullosamente convertido, aunque por breves instantes, en una realidad que de hoy en más habrá de reiterarse sin que medien gestos de vergüenza o de duda.

El nocturno de Chopin ha tenido un poder de atracción inmenso para todo –no hay exageración– para todo nuestro público culto y distinguido, que ocupaba la sala del Odeón en una totalidad no superada en festivales semejantes.

Una hora antes de la señalada para el comienzo de la función, las localidades se habían agotado en forma tal, que la concurrencia se volvía crecida desde la boletería en un marcado gesto de contrariedad. Hubo algunas familias que en un gesto de resolución pidieron ir al paraíso, pero recibieron la respuesta de que precisamente el paraíso había sido tornado en una verdadera ola de bello sexo que lo invadía desde temprano.

Es de imaginarse pues el hermoso y excepcional aspecto de la sala, donde es justo confesarlo, y sea este un título de satisfacción para Carri Pérez, la concurrencia femenina doblaba con creces a la de los hombres.

El nocturno de Chopin es un episodio lleno de romanticismo, pero en él que hay por sobre todo, la exquisitez de una poesía brotada del fondo mismo de un corazón que sucumbe a las emociones delicadísimas y hondamente tristes de la tiernísima música del divino polaco.

Sobro este bello poema no puede hacerse, ni aún intentarse, una crítica. Está admirablemente construido, posee un caudal tan grande de emotividad y es su conjunto de una tan absoluta terneza y hermosura, que basta con que digamos que de simple entrada, la enorme concurrencia del domingo –cierto que de una no común homogeneidad- quedó sumida en un silencio religioso, cuando el eminente Hugo del Carril ejecutó, tan maravillosamente como sólo él sabe hacerlo, el nocturno Nº 9 de Chopin; cuyas notas de dolor, de ensueño y de desencanto se diluían en la penumbra crepuscular de una escena donde Celia, la pobre tísica, se esfuma como una ilusión que se pierde, de la pobre madre que va devorando las lágrimas de su tormento y de un grave doctor cuya serenidad no se turba ante el desbarrancamiento inminente, de vidas, afectos y juventud.

El público desde ese instante tiene delimitada su alma, que absorbe por completo la tortura de una escena plena de dolor, de ideal, de poesía y de un ensueño febril puesto en el espíritu y en los labios de Celia, que lo narra mientras su joven vida se va con su aliento.

Suena el ángelus. Y aquí uno de los dos instantes de culminación del poema. En un acto de tocante ingenuidad, Celia, entre el hipo de su terrible dolencia, ensaya fervorosamente una oración que termina como un suspiro.

Luego una escena dolorosa dentro del solo dolor del poema. Y luego la segunda cumbre, Celia le ruega a su madre que le traiga su canario guardado en una diminuta jaula y le habla como a un riño mimado, como a un bebito regalón.

Suena de nuevo el nocturno y Celia queda en un extraño éxtasis. Imagina al maestro intérprete, joven, hermoso, pálido, gallardo.

A través de la música de Chopin, así lo imagina, se enamora loca, perdidamente de su hombre ideal. Y sintiendo la proximidad de una crisis definitiva en su dolencia, ante el médico llamado, con toda urgencia, Celia pidiendo flores, muchas flores y cubriéndose con ellas, adornándose con sus joyas que cree la realzan, perdiendo sus dedos afilados y febriles en su ondulada cabellera, por ordenar sus rizos de oro, pide como única salvación, como supremo anhelo que venga el maestro joven, el alto intérprete de Chopin, que necesariamente deberá amarla.

El doctor, emocionado, corre él mismo en su busca, para volver luego acompañado de un pobre viejo encorvado y triste, con su melena de nieve y sus manos temblorosas.

Celia le ve, y vuelta así tan duramente –como en la vida– a la realidad de su sueño, profiere un grito lastimero: tal su hondo de desencanto, tal su amargura del último desengaño.

No cree, no quiere creer que Juan María, el viejo maestro, sea quien la enamoró con solo su ejecución musical.

Debe ir hasta el piano donde de nuevo suena el Nocturno, y entre las postreras notas de la tierna producción, el alma de Celia, se le escapa por los labios, que se contraen en un rictus de suprema desolación.

Todo ha terminado. El pobre viejo –extraño casi al drama – dándose cuenta de lo que era el alma que se ha ido, se abraza a la cabeza de Celia, y llorando dale un beso en nombre del arte, del sentimiento y del cariño. En eso donde el telón cae.

¿Se aplaude mucho? No, ni se puede.

Las damas lloran ya sin disimulo, mientras los hombres, los fuertes, van disimulando en un gesto de vanidad viril, los ojos empañados en un derramar silencioso de lágrimas nacidas del poema, que si no vivido, no hay espíritu que no lo haya sentido germinar a los veinte años en el corazón.

He aquí, el mayor éxito de Carri Pérez.

Ha contribuido, sin duda alguna, al mayor éxito del poema, la colaboración inteligente y eximia de Hugo del Carril, que ejecutó magistralmente al piano el nocturno que motiva el asunto. El público, en justicia, lo llamó a los honores de la escena en medio de una ovación.

Hoy se repite, en la sección “Corso”, que empezará a las seis de la tarde, El nocturno de Chopin.