Ha llegado esta obra como una brisa marina: fresca, vivificante, renovadora. No parece sino que hubiera venido despacio y leve como un sueño, para traer desde la hermosa España del medioevo, toda la sutileza de su ambiente saturado de amor, de hidalguía y gentileza, a estos mediterráneos lugares donde las sierras, los ríos y las caldas de las tardes que se desangran en voluptuosos desmayos, ponen en los espíritus un poco de romanticismo que se guarda místicamente. Porque los progresos de la vida, reducida a métodos y operaciones exactas, ha sancionado como suprema ridiculez y cursilería el alimentar ideales, el ser cruzado de la belleza y el sentirse Quijote por una pasión cualquiera, en el más cabalmente bello de los conceptos.
Y es fuerza reconocer con un poco de amargura, que en aquellas pretéritas épocas, los días se deslizaban más alegres y daba gusto vivir la vida, cifrada entonces tan solo en pasiones, sin que se tuviera ni siquiera el presentimiento de un después de burda prosa, en donde la pasión –así sea la más hermosa– va con un dogal al cuello en pos del amo interés o necesidad. Sumisa, sin que sea capaz de una rebeldía que revele que el cerebro no ha devorado aún del todo al corazón.
Por eso es que en nuestras cuitadas épocas, un genial escritor ha dicho que el amor no es más que el concierto de la necesidad con el sentimiento.
La función intelectiva domina siempre, en vergonzosa forma, el impulso natural sometido como un fiel faldero.
Acaso por ello sea que en las modernas sociedades, hay hombres menos fuertes, menos varones que antes, pero de más voluminosos cerebros, capaces de milagrosas fabulaciones comerciales. Acaso sea esa la causa de que vaya en diario aumento el número de las ricas herederas, y se torne difícil o menos común encontrar mujeres bellas con espíritus más femeniles y delicados que los de hoy, en que solo se sienten solicitados por los catálogos de los grandes magazines.
Hoy el amor ya no es pasión. Es simplemente matrimonio. Y lo más triste de todo, es que el matrimonio no es más que un mero contrato, cuya rudeza legal y cuya desnudez de verdad se cubre con las apariencias algo poéticas de los azahares, que en muchos casos no sirven ya ni para lo que solían usarse. Son menos que símbolos: flores que van marchitadas por un engaño, aún antes de emprender la ardua y engorrosa tarea de desempeñar la comedia de la mutua tolerancia. Son adquisiciones de la civilización y los corazones se han civilizado mucho ya para poder sentirse juglar. ¡Qué hacerle!
La canción que no muere… es producto de un espíritu joven puesto recién al frente de la vida, con un puñado de ensueños y otro de ideales.
Y Martínez ha comprendido que su modo de sentir la vida, con un romanticismo aristocrático, no podía personificarse en gentes de frac y sendos descotes, porque la leyenda poética se hubiera tornado, por nuestro propio gusto y criterio, en un drama irrisorio y torpe.
Por eso, vencido, se fue a buscar refugio en la historia. Allá por los tiempos en que los hombres juraban por Dios, por su dama y por su honor, en que se amaba con la cabeza erguida y altanera, y en que el pecho palpitaba orgulloso cuando, empuñando la tizona, se cometía la sublime locura de matar o dejarse matar, tan sólo por una amable sonrisa de esa mujer por quien se juraba como por una deidad.
Tal es el ambiente de la obra de Martínez, que tiene, por otra parte, el mérito indiscutible de una gran fidelidad histórica, salvo detalles de poca monta, que en nada perjudican la unidad armoniosa del conjunto.
Pocas veces –sin duda alguna– se ha presentado a nuestros escenarios un tan joven autor, ostentando una no común intuición, una pasta admirable de poeta y bastante exactitud en la técnica teatral; todo ello en una obra sembrada de dificultades, lo que acrecienta su mérito y su éxito.
La canción que no muere… tiene, en el desarrollo de sus 3 actos, alternativas de contrastes entre las diferentes escenas, producto de momentos diversos en que han sido escritas, o en sucesivos instantes de inspiración.
Sólo así se explica el que, a la par de escenas realmente maestras como es la de la dueña doña Leonor con la princesa en el segundo acto, figuren reiterados monólogos, que aún cuando pequeños y sin dañar en nada la obra, al hacer resaltar las escenas fluidas y fáciles pónense ellos mismos de relieve.
Desde las primeras escenas de la obra, revélase en Martínez un poeta galano y fácil que versifica con gracia y soltura y a las veces, en medio de la dificultad casi insuperable que opone el diálogo conciso y exacto, sin menudeo de verbos, adjetivos y participios. Muéstrase elocuente y con la mejor virtud: pensador.
Y no ha dejado de llamar la atención, cierta escéptica filosofía puesta en boca del odioso Doby, como para acreditar la elegancia innegable del joven enamorado de las musas y probado ya escritor de fuste, en su primera obra, anuncio de las bellas producciones de un mañana que no sólo hay que esperar, sino que se tiene el derecho a exigir cuando ha de serlo de un joven de dotes excepcionales como escritor, poeta y pensador.
Lo mejor de La canción que no muere… es el segundo acto. En él hay técnica, blandura, una situación admirable y un diálogo hermoso, hermoseado por versos sonoros y tiernos.
En suma: la obra es un éxito no ya de público, sino legítimamente literario, y puede creer su joven autor que quien ha visto su primera producción teatral, descuenta ya como evidencia el asistir a la representación de nuevas obras, que han de llevar en las entrañas el sello inconfundible de su clara inteligencia, la fogosa pasión de su juventud y la terneza del poeta.
Vaya hasta Raúl Martínez mi más efusiva felicitación por el hermoso éxito conquistado tan a justo título. Todos estamos de su lado esperándole nuevamente y él sabrá responder a la expectativa en la que tiene ya ganada más de la mitad.