“Ambiente de Gente Culta”. Los Principios, 26 de Junio de 1923: 2

El vecino de la ciudad, que es un celoso defensor de su prestigio de viejo centro de cultura, no acepta transacciones ni condescendencias cuando se trata de cuestiones en que va en juego todo lo que sea norma de convivencia entre gentes civilizadas. Su ideal realizado sería descubrir que todos los cordobeses, sin excepción de esferas sociales, mantienen bien alto el prestigio de la ciudad, velando por el lustre de su abolengo universitario y por la dignidad de su ambiente castellano, hospitalario, cordial y bien cumplido, que no rebaja su jerarquía ni aun cuando las vicisitudes económicas le reducen a vivir con extrema sencillez.

Los oropeles no le marean ni le interesan, porque piensa que la riqueza sin cultura no pasa ser pretenciosa vanidad de nouveau riches que viste a las gentes con plumas de grajo cuando quieren trasuntar distinción y castellana. Con ese concepto, que es para él norma inexorable que impone como respeto a su dignidad, concurre una noche cualquiera a un restaurant que sin ser elegante ni de moda, ofrece ese ambiente grato y simpático donde se hace gala de discreción; donde todo el mundo se siente a gusto y sobre todo, donde se come bien; porque para él está escrito que no hay necesidad de lujo, muchas veces para gustar el placer de la buena mesa. Hace calor y el salón está casi lleno de familias. Se habla con tono mesurado y se nota en la sencillez del ambiente una confortante animación, que es espiritualidad y corrección. Está por comenzar a cenar, cuando llegan varias personas y ocupan una mesa vecina. Tienen traza de gente que viaja en auto. Las mujeres visten raros atavíos que son mezcla de trajes de plaza y montaña, formados por un heterogéneo conjunto de piezas que parecen haber sido adquiridas mirando los catálogos y las revistas de moda, para echarse encima “todo lo que se usa”. Los hombres se han presentado por el estilo. Uno aparenta ser un golfista que no se ha quitado aún el sudor de una partida difícil; otro luce una camiseta azul eléctrico, por cuyos anchos huecos asoma la briosa pelambre que le cubre el pecho y los brazos; otro se ha puesto el saco a lo torero y muestra la camisa ajada por el viaje.

Por el tono, el vecino solitario descubre que son turistas y sin ser adivino, reconoce que andan en auto y que llevan horas de viaje, porque el airecillo del ventilador está sahumando su comida con una mezcla de perfumes y sudor, que no es nada grata a su pituitaria. Por su conversación, el vecino no quiere opinar. Tendría que hacerlo dejando mal parados a los bulliciosos visitantes, que están haciendo gala de una indiscreción lamentable y que están trenzados en un campeonato de guaranguerías para darse el lujo de llamar la atención. El vecino termina su comida malhumorado y violento y se retira pensando de que para cierto “turismo” sería conveniente que se obsequiaran folletos con la transcripción de las más elementales normas de urbanidad, con notas marginales dando cuenta de que Córdoba es una ciudad civilizada y no país de cafres que está al servicio de los extraños sin cultura.