GALINDEZ, Roberto. “Salamanca”. La Voz del Interior, 15 de Mayo de 1915: 4

Una vez, uno de los hombres más extraordinarios que registra la historia literaria, dio en escribir dos comedias, donde, por boca de un rapabarbas locuaz, agudo y pillastrón, se decían verdades palpitantes, si calladas hasta entonces, verdades que herían, con el ridículo, en plena entraña, a toda una clase social dominante, poniendo de evidencia los muchos vicios que la minaban y las pocas virtudes que le permitían aún vida precaria. Esas obras inmortales fueron somatén para el espíritu de rebelión de un pueblo oprimido, espíritu que empezaba a despertar después de larga noche de servidumbre por siglos y siglos. Aquel hombre extraordinario se llamaba Beaumarchais y escribió El Barbero de Sevilla y Las Bodas de Fígaro a las vísperas de la Revolución Francesa.

Como Aristófanes, como Molière, Beaumarchais no hizo otra cosa que recoger de la calle, del medio ambiente en que vivían hombres característicos de ideas, tendencias o costumbres, calzarles el coturno histórico y, con una decena de ellos, representar el alma, el espíritu de millares.

Verdad que es inestimable don aquel que permite extractar, por así decirlo, colectividades enteras en un solo individuo, don reservado a unos pocos entre los muchos hombres de teatro.

Beaumarchais, Molière, Aristófanes: cómicos que removieron el universo, mundo de los espíritus, castigando con la censura de la acerada sátira desde los dioses hasta los esclavos, sonriendo como clarividentes del ridículo humano, para hacer reír estrepitosamente a la multitud en la que tal vez se contaban las propias víctimas por ellos reencarnadas en los personajes de la escena.

Pero no a todos los cómicos les es dado, como a esos maestros, encerrar en tres o cinco actos los rasgos que retraten bien a lo vivo toda una sociedad, y así, lo más corriente es que buenos autores, no atreviéndose a tan magna empresa, se limiten a la pintura, quizá detallistas, de una clase circunscripta en alguna de sus parciales manifestaciones.

Don Julio Carri Pérez se ha propuesto, según se ve en Salamanca, representarnos la vida múltiple y pintoresca, si pacífica y un poco somnolienta, de Córdoba, durante los nueve o diez últimos lustros. Creemos que Carri Pérez ha conseguido su propósito, desempeñándose con una fidelidad tal, con tal acopio de toques propios para producir un efecto de conjunto, con tanta maestría, que al espectador y no hay hipérbole, a lo menos tratándose del espectador cordobés, le ocurre la ilusión de creer encontrarse en el escenario, actor también, estando en la platea o en los palcos.

En ese viejo patio cordobés, sin salir de él, se agita, vive, palpita toda el alma cordobesa, con sus defectos, con sus dudosos accidentes, también con sus méritos y sus gallardías, raras, pero intensas. Por ese viejo patio cordobés, centro y alma de la casa cordobesa, mientras se desarrolla la trama central de la obra, un idilio interceptado, desfila el mundo cordobés, con sus virtudes, sus ridículos y sus vicios. Y desde ese viejo patio cordobés se oye la música genuinamente cordobesa, una música armónica, melódica, polifónica, la música de las campanas, que es la quintaesencia mística del alma cordobesa.

Gran fuerza evocadora la del artista que nos presenta, en el corto espacio de tres horas, un pasado ya legendario para nosotros, un presente del que estamos impregnados y en el que nos debatimos inciertos, indecisos. Las pequeñas miserias y las grandes pasiones, las vidas activándose, volcándose ante las vidas, puestas de manifiesto ante los atónitos ojos del público que no esperaba semejante sucesión de casos y cosas: esta es la evocación de Carri Pérez.

¿Que el satírico tiene flexibilidad en la muñeca y dura la mano, para herir? Si así no fuera, ¿sería satírico, acaso? Acordaos de los clásicos. Pero el satírico tiene, también, la fina sonrisa gala, la risa de los esforzados y jocundos latinos: castigat ridendo mores… Y tiene, gran virtud, la aristocracia de espíritu necesaria para regir su elocución, para no dejarse llevar por las palabras al poco agraciado juego del chiste fácil, a la vulgaridad del siempre vulgar retruécano.

Deliberadamente no aludimos, en esta divagación en torno de Salamanca, al pretexto de la obra, la crítica, precisa, justa, por otra parte, de los doctores de Córdoba.

El gran artista, que lo es Carri Pérez, se eleva al finalizar la obra, de la exposición de esos variados caracteres del examen de la bonhomía ramplona fracasada con su filosofía sanchesca, del fanático ahinojamiento político, de la pedantería huera bañada de erudición a la violeta de la Facultad, de la santurronería maligna y viperina, del cobarde y menguado prejuicismo social, del grotesco afeminamiento de salón, etc. El gran artista se eleva, decimos, de la sátira mordiente, corrosiva, a la alta moralidad, cerrando la obra con una oración, que es un voto, que es un augurio, que es una declaración formal de su amor al terruño, a esa Córdoba que, al conjuro de un arte superior, ha hecho revivir veraz, magníficamente. Y el espectador, al salir del teatro, piensa y murmura: “La obra es bella y el autor un maestro”.