Antenoche, y con todos los prestigios de una buena interpretación, subió a las tablas del Rivera Indarte la leyenda trágica de Francisco Villaespesa El Alcázar de las Perlas, que de su estreno en Granada acá, ha obtenido los honores de una fama bien cimentada, conquistando clamoroso el aplauso de todos los públicos que han logrado traducir sus magníficas bellezas.
No es ésta, en verdad, una obra teatral; más que el dramaturgo ha trabajado en su elaboración el poeta, quien, buscando el tema en épocas y en situaciones remotas, acometiéndolo con cariño y dejándose conducir por su prodigiosa inspiración la dota de un sorprendente poder evocativo, sin conseguir darle la emotividad intensa de la tragedia.
Villaespesa, por otra parte, jamás será un dramaturgo. Su temperamento eminentemente lírico, rebelde a los convencionalismos y ajeno a todos los recursos que exige el teatro, hace que cuando como en el presente caso aplique a tal género literario todo el plasticismo de su estreno, sólo nos proporcione el deleite íntimo que inspiran sus versos magníficos y armoniosos, que obligan al espectador, al retirarse, a llevar en el espíritu una vigorosa sensación de arte.
Es así que El Alcázar de las Perlas nos resulta un estupendo poema en pro de la magnificación de Granada, la ciudad maravillosa “que guarda hechizada, no sólo la más noble tradición artística de nuestra raza, sino la más preciosa flor insigne de su espiritualidad”.
Quien pretenda juzgar la obra de Villaespesa con un criterio esencialmente teatral verase obligado a rechazarla por inconsistente y ampulosa; es verdad que las escenas en muchos casos adolecen de fundamentales defectos por el poco menos que total desconocimiento de la técnica, la escasa acción y el brumoso y poco terminante juego de los personajes; es verdad también que el equilibrio general se desvía en múltiples ocasiones, y los mismos personajes se resienten por la carencia de finalidad objetiva en diversos movimientos, pero ello ¿qué importa cuando el autor lo que quiso no fue otra cosa que “exaltar líricamente el alma de Granada”?
El público no vive El Alcázar de las Perlas, impedido de hacerlo por su propia artificialidad, pero en cambio, lo siente intensamente, a través de sus versos fluidos y delicados, llenos de vida y de color.
Esencialmente de arte, tal vez no comparable a la que infunde cualquier otra obra española, es la emoción que produce. Llevado por su fantasía creadora y ardiente, por su admirable inspiración, Villaespesa olvida para el teatro y sólo recuerda que el poeta maravilloso, el de los ritmos suaves y sonoros. Por ello la emoción no surge del desarrollo del juego escénico ni de la acentuación trágica, sino simplemente de unos versos originalísimos, que recorren toda la gama, desde la musical armonía de la Rasida hasta el furor guerrero o la fiereza de reto que fulgura en los labios de Abú Ishac.
El argumento de la obra es extremadamente sencillo. Azhuna, un visionario, un soñador, poeta y artista que vive de quimeras y de ensueño, concibe el proyecto de crear un alcázar prodigioso, cual no hubiera otro en el mundo, prometiéndolo al Sultán Alhamar. Azhuna, ama a Sobeya, joven encantadora y angelical. Villaespesa ha querido simbolizar en ambos –él lo declara– el arte y el amor. A su vez, Sobeya es pretendida por Abú Ishac, bravío personaje de contraste, soberbio y fiero, que en el furor y el fanatismo, es la síntesis de la raza árabe. Son en vano las súplicas y el apasionamiento impetuoso y bárbaro de Abú Ishac. Sobeya sólo ama a su Azhuna con quien parte en larga peregrinación, tratando de encontrar el asunto que de forma al sueño del poeta. Por más que recorrieron inmensas extensiones, no fue posible hallarlo; y desconsolado ante su impotencia inesperada, Azhuma llora sobre las ruinas de la ciudad de Elvira, el fracaso de su sueño. De pronto, el juego que forman los rayos solares ocultándose en el ocaso, el cielo y las montañas empenachadas en nieve, dánle la inspiración que tanto tiempo buscara; y súbitamente acomete la tarea de trazar los planos de aquel alcázar prodigioso, aquella maravilla arquitectónica que imaginó en sus visiones de poeta y de artista. Pero, cuando concluía, llega Abú Ishac, el bárbaro guerrero, exacerbado por el desprecio de Sobeya, y arrebatándole el pliego donde acababa de concretar las líneas de su ensueño, le da muerte, y huye. Sobeya, jura rescatar el tesoro, aunque tenga para conseguirlo, que sacrificar su vida. Cierta noche tormentosa, dase a anunciar como peregrino al pie de la residencia de Abú Ishac, y allí una vez reconocida, finge retornar en busca de su amor. Y cuando aquel, confiado, va a quemar los planos, queriendo iniciar de tal punto una nueva vida, Sobeya, rápida, se los arrebata, clava su puñal envenenado en el pecho de Abú Ishac, corre hacia el muro, se inclina, arroja los preciosos pliegos a los esclavos que allí abajo los aguardan, y con resignación suprema, préstase a morir.
Allí concluye la obra, hermosamente por cierto. La compañía Borrás, púsola en escena con toda corrección mereciendo entusiásticos aplausos.
La señorita Adamúz, en su rol de Sobeya, gustó al público, pero bueno es recomendarle, menos amaneramiento y menos afectación, pues ello le resta considerable brillo a su labor.
Codina, correctísimo, interpretando el Azhuma. Acometió el papel con cariño y con talento, obteniendo un feliz resultado.
De Borras, creemos inútil el elogio, por tratarse de quien se trata. Proporcionó un Abú Ishac impecable y bien caracterizado.