“Electra en Córdoba”. La Libertad, Córdoba, 20 de Mayo de 1901: 1

En el Teatro Progreso. Manifestaciones anticlericales. Del sábado y domingo. La Policía y el Pueblo. Apedreando los conventos. En contra de “Los Principios”.

Los verdaderos instigadores del desorden

Cuando se anunció la representación de la obra que tanto ruido ha hecho en los grandes teatros españoles y americanos, teníamos el convencimiento de que, por un lado el tiempo transcurrido desde su estreno en Madrid y por otro el espíritu dominante en la docta cuidad, eran suficiente valía para contener todo desorden, toda la manifestación originada por la representación del drama de Pérez Galdós.

Y ese fue nuestro convencimiento hasta el instante en que notamos que una prédica contraria se levantaba hiriente en contra de esa representación, augurando escándalos que no tenían razón de ser, excitando con palabras vulgares y groseras el ánimo dormido, que esperaba Electra como una curiosidad no como un punto de arranque para demostraciones callejeras.

Se empezó lanzando execraciones en contra de la obra de Pérez Galdós; desde púlpitos y confesionarios se anatematizó a su autor, se condenó la producción y se fue hasta la amenaza con la excomunión a los que acudieran a presenciarla.

No el prelado de la iglesia de Córdoba, monseñor Toro, sacerdote hidalguísimo y de criterio bien sentado para no contribuir a echar paja a la hoguera, sino un grupo de esos ministros falsos que se titulan árbitros de la institución, redactó una pastoral por la cual se condenaba oficialmente la obra, se declaraba que ella era contraria a la religión y se decían otras cosas que carecían absolutamente de verdad.

Luego el colega matutino, con una política que estamos todavía por explicarnos, coadyuvó abiertamente a la tarea de incitar los espíritus, de despertar en ellos sentimientos que no hubieran estallado sin ese acicate intempestivo y erróneo.

El colega se dedicó con un celo digno de mejor causa, a dar a la obra relieves de que carece absolutamente, la tildó de anti-religiosa, de inmoral y el público que acudió al Progreso en procura de la razón de esos tildes injustos, los buscó en todas partes y en todas partes creyó encontrarlos, porque se les había hecho el poco favor de hacerles creer que todo eso estaba allí.

A esa campaña, exclusivamente a esa campaña contraproducente e intempestiva, se debe todo lo ocurrido.

En nuestro carácter de cronistas imparciales, sin dar a esas manifestaciones otra importancia que la que tienen, sin entrar a comentar las consecuencias que pueden acarrear y mirándolas únicamente como un resultado lógico de la prédica fanática, vamos a narrar los hechos producidos ayer y anteayer.

En el Teatro Progreso

La boletería del Progreso, desde el momento en que se anunció la representación de Electra se convirtió en una romería, empleando el término vulgar.

En la noche del sábado, a primera hora, fue colocado en el vestíbulo el anuncio de práctica: ‘No hay más localidades.’

Un inmenso gentío tuvo que retirarse con su deseo no satisfecho de acudir al estreno, en tanto que el pequeño coliseo desbordaba en su interior.

Había llegado a tanto el entusiasmo por conocer la tan comentada obra que los revendedores, género hasta hoy casi desconocido entre nosotros, hizo un agosto magnifico, revendiendo a precios subidísimos las localidades que se habían acaparado.

El teatro parecía tambalear con el sostén de aquel grupo compacto de espectadores que saludó con una salva estruendosa de aplausos a los primeros actores que se presentaron en el instante de levantarse el telón para inaugurar el primer acto.

En sus primeras escenas el público se mostraba tranquilo, curioso, con ansias de poder distinguir los proclamados méritos de aquel trabajo literario.

Así hasta que hizo su aparición en las tablas el personaje rodinesco de Pantojas, interpretado magníficamente por el actor señor Verdier.

Su presencia dio motivo a una salva estrepitosa de aplausos y silbidos; los primeros al actor que se presentó correctísimo, los segundos al personaje encarnado en él.

Y aquí cabe una aclaración:

El personaje aludido no es un sacerdote como se ha divulgado entre el elemento que huye de Electra como de un habitante del averno. Trátase solamente de un particular de espíritu fanáticamente escrupuloso, llevado a la escena para criticar esos Pantojas que abundan tanto, hipócritas de levita que tienen a Jesús en la boca y a Satanás en las entrañas.

Tal es Pantojas, que tiene que ver tanto con los sacerdotes, como tienen que ver con las doctrinas del Cristo Sublime y los fariseos y escribas de la época.

El público comenzó a excitarse; la presencia de aquel personaje producía una enorme gritería; se la silbaba para demostrar el desprecio que levantan en el alma sus iguales reales, evidentes, que fraguan en los hogares a cada instante, intrigas de las que ellos salen victoriosos y de los que son siempre víctimas los débiles, las criaturas las mujeres, no sin que antes su obra de reptiles envenene el alma de los que le rodean, víctimas necesarias, inmoladas en el ara de sus sentimientos farisaicos, hipócritamente disfrazados con la piel del Cordero Divino y realmente manso.

Cuando dio término el primer acto el público obligó a levantar el telón por repetidas veces, lanzando gritos de ¡Viva Electra! ¡Abajo los Pantojas! ¡Mueran los hipócritas!

Así se deslizó toda la representación que el público obligara la ejecución de la Marsellesa, que fue repetida tres veces y acompañada por el canto de los centenares de personas que presenciaban la función.

A la 1 de la mañana terminó la representación; la concurrencia se corrió, más por curiosidad que llevada por un espíritu del bochinche, hacia las puertas de salida.

La manifestación del sábado

La Policía hizo allí un exagerado aparato de fuerzas. Los guardianes a caballo, enfilados en larga formación, parecían intencionalmente colocados para despertar en el pueblo el recuerdo de los ejemplos que los ecos habían traído de muy lejos.

Arremolinado allí, el público se detuvo para curiosear primero, para tomar parte después en la columna que se formó en seguida, engrosada con una enorme masa de curiosos que habían esperado en las veredas la salida de los concurrentes al teatro.

Le columna dobló, en medio de gritos ensordecedores, la esquina 9 de Julio y San Martín embocando por la primera calle en dirección a la de General Paz.

Aquella turba comenzaba a sentir el acicate del frenesí; el galope de los caballos que por su centro pasaban a toda rienda, el ruido de los sables, el bochinche y la gritería la enardecían y se lanzó a la carrera sin destino fijado, llevada por sus deseos de expansión.

Piedras! gritó alguien y ese grito fue repetido por la enorme columna y al paso que huía en busca de proyectiles los soldados a caballo pretendían diseminarla, espoleando los deseos de barullo que había demostrado la muchedumbre.

Aquella carrera espantosa acrecía el bochinche, las piedras comenzaron a silbar pasando por encima de la columna para estrellarse contra el pavimento.

La turba iba dispuesta a arrollarlo todo. El comisario superior que dirigía la vigilancia ordenó que todos los soldados pasaran a la cabeza de la columna y se estacionaran en la calle General Paz, para evitar que la muchedumbre embocara en ella en dirección a la imprenta de Los Principios, que parecía ser la más inmediatamente amenazada y la que de antemano estaba protegida por un escuadrón de 60 soldados.

El empuje fue rápido, pero ante la carga de caballería tuvo el grupo que encabezaba la columna que ceder, replegándose hacia la esquina que acababa de pasar.

En este momento se desarrolló una escena que merece ser citada.

Cuando el comisario superior dio orden de atajar el tránsito por las veredas, los soldados que vigilaban a caballo, echaron pié a tierra, para subir hasta ellas y contener de este modo el empuje, evitando hacer daño al pueblo.

La muchedumbre toda notó aquel acto que hablaba en favor de los vigilantes y un grito ensordecedor de ¡Viva la Policía! se dejó oír unísono.

Como se viera que era imposible detener de esa manera el empuje, el comisario ordenó montar y subir a las veredas.

Los pobres vigilantes mañanearon, pero la orden era terminante y tuvo que cumplirse.

El empuje del pueblo fue vencido y aunque un grupo bastante numeroso consiguió salvar la valía, fue detenido por una segunda patrulla que le obligó retroceder.

La gritería era infernal, las piedras cruzaban nuevamente por encima de la columna y el público se enardecía arremolinando, protestando con su batahola ensordecedora de aquél obstáculo que no podía avasallar.

¡A la Merced! ¡A apedrear la Merced! gritó la turba y regresó a la carrera por la misma calle 9 de Julio por la que había venido.

Los escuadrones de Policía cortaron la columna por su centro y a media rienda se pusieron a la cabeza de ella, para evitarles que llevaran a cabo el intento que habían hecho conocer.

La columna viendo la imposibilidad de hacerlo, se detuvo, arrojando algunas piedras en contra de la casa de Ejercicios Espirituales.

A la Merced llegó solo un grupo reducidísimo que apedreó el convento haciendo temblar sus puertas.

La Policía mientras tanto, de aquí para allá y de allí para acá, inducía a los manifestantes, por boca de sus comisarios, a disolverse, sin obligarla a recurrir a medios violentos.

Convencidos de la inutilidad de aquella manifestación, los concurrentes comenzaron a retirarse. A las dos de la mañana aún algunos grupos sueltos, sin organización y en calidad de curiosos, recorrían las calles en procura de espectáculos en que entretenerse.   

La segunda representación

Anoche el Progreso volvió a presentar un lleno completo.

Lo primero que hicimos al penetrar en la sala, en nuestro carácter, único y exclusivo, de cronistas de diario que van a recoger informes de los hechos desarrollados, fue fijarnos en la concurrencia y ver qué razón tenía el colega de la mañana para decir que al Progreso solo concurrían personas desconocidas y ni una sola caracterizada.

Nos extrañó por lo tanto la presencia de caballeros distinguidos, a quienes creernos bien conocidos, (salvo que el colega lo niegue.)

Le nombraremos algunos que recordamos haber visto: los señores doctor Jerónimo del Barco, ingeniero señor Ramón Vivanco, Heriberto Martínez, doctor Martín Ferreyra. doctor Francisco Rodríguez del Busto, doctor Julio Rodríguez de la Torre, señores Ancochea García, doctores Moyano, Martínez, y una infinidad tal que nosotros consideramos inútil, innecesario y hasta ridículo nombrar.

Lo del trabuco, a que se refiere en su crónica, es una falsedad pueril. Si el pueblo hubiera estado armado, habría hecho armas contra cualquier obstáculo que se interpusiera a su marcha en la manifestación del sábado a la noche.

A las otras aseveraciones, haciendo alusiones personales no queremos contestar; son simplemente ridículas.

Volvamos a la crónica interrumpida. Anoche, decíamos, el Progreso volvió a presentar otro lleno.

Las escenas del sábado se repitieron aunque en menor escala.

La aparición de Pantojas era saludada con estruendosos silbidos, que se convertían luego en calurosos aplausos al actor que interpretaba el papel.

Se ejecutó varias veces la Marsellesa; se profirieron gritos iguales a los anteriores y en la concurrencia cundían los comentarios sobre la manifestación de la noche pasada y los preparativos para esa noche.

Momentos antes de terminar la función todos los soldados del Departamento Central, engrosados ahora con las tropas de todas las comisarías, con sus superiores a la cabeza, se estacionaron en amenazantes grupos, frente al edificio del teatro.

La manifestación de anoche

Nuevamente el público, aún su mayor número que en la noche del sábado, se estacionó rebelde a las voces de mando de la Policía; pero sin lanzar gritos de ninguna naturaleza.

Permanecía así silencioso hasta que a un travieso antojósele prender un paquete de cohetes, que fue el arranque de la agitación.

Los caballos se encabritaron; un núcleo de fuerzas atropelló el punto en que aquellos habían sido arrojados y se originaron protestas y vociferaciones.

El público arremolinose, se dejó llevar por la curiosidad y pudo concentrarse de manera que costó poco trabajo a la Policía obligar a que siguiera por calle San Martín una gran parte de él.

La gritería comenzó allí y la columna improvisada se puso en marcha, desatándose en gritos que llenaban el ambiente.

La columna continuó su marcha, engrosándose paulatinamente en su trayecto y siguiendo sin otra alternativa que algunas pedradas, por calle Colón hasta General Paz y por ésta hasta Deán Funes donde se detuvo para hacer una manifestación hostil a Los Principios cuya imprenta estaba custodiada por un grupo numeroso de vigilantes, que acudieron para obligar a los manifestantes a continuar su camino.

Después de repetidas aclamaciones a la libertad de pensamiento y mueras a Los Principios y a los Pantojas el grupo continuó su marcha, siempre custodiado de vigilantes a caballo.

Cuando llegó al Cabildo uniose nuevamente a la otra parte de la manifestación que había quedado estacionada allí, a la sombra de una vigilancia policial numerosísima.

Allí ya estaba tranquila y comenzaba a disolverse por pequeñas partes, cuando de pronto, sin que mediara antecedente alguno, el Comisario Córdoba, dando espuelas y azote a su caballo, atropelló el grupo que estaba detenido en la esquina del Cabildo, lanzando voces insultantes de pretendido mando.

El caballo del Comisario Córdoba ascendió de un brinco la vereda y cualquiera al ver su actitud hubiera creído que se trataba de arrollar una muralla de bayonetas, cosa que no tiene ninguna analogía con un puñado de hombres indefensos, que no contaban siquiera con una piedra para contestar el ataque, al que no le hayamos todavía razón ninguna de ser.

El público, protestó unánime y se hizo al comisario aludido una manifestación hostil, profiriéndose gritos en contra del comisario al mismo tiempo que se vivaba a la Policía.

Un grupo se dirigió hasta la plaza, desde donde continuó sus gritos en contra del señor Córdoba.

Se ordenó entonces cargar a caballo en contra de ellos y más de ochenta soldados, montados se lanzaron a toda carrera por las avenidas de la plaza.

El grupo huyó espantado, perseguido de cerca por los vigilantes que llegaron hasta golpearse la boca lo mismo que si fuera aquello un malón de indios, llevado en contra de unos cuantos muchachos, que lanzaban gritos de temor.

Mientras contemplábamos aquello nos vino a la imaginación lo que nos relatan a diario los telegramas de San Petersburgo.

Así, pensábamos, así deben ser las cargas que los cosacos llevan en contra del pueblo indefenso por las calles de las populosas ciudades del imperio moscovita.

El regreso de aquella jornada fue curioseado con ansiedad. Los expedicionarios conducían presos a un crecido número y les trasladaron a la Policía entre los gritos ¡Que los larguen! ¡Que se vuelvan! ¡Que los dejen!

Luego  terminada la reunión con nuevas cargas por las galerías del Cabildo, sin que hubiera ocurrido un solo incidente que pudiera considerarse de trascendencia.

La policía

Mucho bueno y algo malo. Con esta frase podríamos comentar el comportamiento de nuestra Policía en las dos manifestaciones de que hemos hecho crónica.

Encabezada la vigilancia por el comisario de órdenes, señor Justo V. Hernández, quien estuvo presente en todos los puntos en que se amenazaba un bochinche, esa vigilancia no ha sido mala.

El comisario aludido, cumpliendo con su deber, no podía hacer atropellar al pueblo y con una paciencia a prueba incitaba a los grupos a disolverse.

Queremos creer que las cargas fueron hechos aislados en los que ese funcionario no intervino y que los desmanes cometidos en algunos puntos no fueron autorizados por sus órdenes.

El cuerpo de vigilantes se ha portado bien, atenuando en lo posible las órdenes que recibía de sus inmediatos superiores y haciendo de su parte mucho por no atropellar a los ciudadanos.

El pueblo al vivarlos les demostró que estaba satisfecho de la misión que se les había encomendado.

"Electra” y las autoridades

Obedeciendo la indicación que le hiciera el colega matutino, el intendente doctor del Barco envió ayer al empresario del Progreso una nota recordándole el cumplimiento de la ordenanza municipal que dispone que las funciones teatrales no se prolonguen más allá de las doce de la noche, bajo pena de una fuerte multa.

La empresa obedeció la orden y la función tuvo que dar comienzo anoche a las 8, terminando minutos antes de las 12.

Un grupo de señoras primero y después uno de señores fue ayer a solicitar del gobernador doctor Álvarez que ordenara la supresión de la obra que iba a repetirse en el Progreso.

Las comisiones no encontraron a S. Elly se dirigieron a la Intendencia Municipal, para elevarle esa solicitud.

El doctor del Barco se negó a acceder a ella, declarando que la obra no era inmoral y no estaba por consiguiente dentro de las disposiciones cLos detenidoorrespondientes que prohíben esa clase de representaciones. Por lo tanto la obra será puesta nueva mente en escena. La conducta del intendente del Barco la creemos circunspecta, firme y correctísima.

Los detenidos

En el Departamento Central permanecen aún detenidos varios de los manifestantes, apresados anoche, entre los cuales hay muchos jóvenes distinguidos.

Se nos dice que anoche esos jóvenes han sido muy mal hospedados, cometiéndose con ellos abusos imperdonables, como el de hacerlos dormir sentados con centinelas de vista, como si se tratara de asesinos, sorprendidos en infraganti delito.

Esto está muy mal hecho y creemos que las autoridades superiores desconocen lo ocurrido.

El comisario Córdoba

Esta noche volverá la Policía a establecer su vigilancia en las puertas del Progreso.

La escena de que fue anoche protagonista el comisario Córdoba le imposibilita de hecho para ir a formar parte de esa vigilancia.

Los comisarios de esa escuela estarían bien cuarenta años atrás; hoy han caído en desuso y hacen contraste con los pobres vigilantes que respetan y quieren al pobre pueblo de Córdoba.