TROISI, Eugenio. “Temporada Cordero. Los artistas. El repertorio moderno”. La Libertad. Córdoba, 21 de Mayo de 1900: 3

Hace dos años que tuve ocasión en estas mismas columnas de pronosticar cosas buenas  para la gentil primera dama Sra. Soledad Pestalardo y, sin ser profeta, ni hijo de profeta, no erré.

La tímida […] ingenua de inocencia ha vuelto a visitarnos con otro ropaje artístico, presentándosenos bajo la faz simpática e innovadora que revela el estudio de las pasiones y el conocimiento del corazón humano.

La crisálida de ayer, se ha transformado en hermosa mariposa y los aleteos inciertos, se han trocado en el vuelo franco y seguro de quien posee el dominio de la escena.

Hasta la voz ha adquirido inflexiones más dulces, más sentidas y un acento sugestivo que revelan esa cuerda sensible del alma sin la cual no hay amante apasionada, ni mujer que exteriorice poderosamente el amor.

Por eso la he hallado seductora, cándida y llena de encantos en el papel de Lelia; desdeñosa, altiva, tierna y pasional, en el rol de Clara; delicada, suave y deliciosamente sencilla encarnando la fisura ideal de Matilde. Tres caracteres distintos y tres interpretaciones diferentes.

Siento no obstante que nuestra joven y hermosa artista peque de monotonía, y por temor de exagerar permanezca algunas veces fría y no arroje en el momento en que se produce el choque psicológico, todo el fuego que su corazón encierra, toda la avalancha estremecedora que debería desbordar del seno de las protagonistas de Melesville, Oahet y Oliver.

Claro que yo prefiero esa palidez de tinte a la inaguantable declamación de los artistas de la vieja escuela… pero desde el momento que la señora Pestalardo siente, no debe temer y puede valientemente lanzarse más adelante. Debo felicitarla también por la manera con que dice el verso, por sus gestos correctos y elegantes.

En el mundo femenino han despertado un creciente interés las toilettes numerosas y ricas de la primera actriz de Cordero. Es que en las compañías anteriores las señoras se presentaban con una traza pitoyable [sic] y poco decente para el teatro.

Y la señora Pestalardo además de tener hermosos trajes, los sabe llevar con mucho gusto, con verdadero chic, prestándose a ello su figura de prima attrice.

Sin embargo me permito recomendarle –por que se que tiene mucho al detalle– que evite en determinadas posiciones ciertos vestidos que chocan con el punto dramático, por ejemplo, ese traje punzó mientras hace de enfermera en la señora de Saint Tropez y el marido agoniza es un anacronismo enorme… y… ciertos descuidos en artistas jóvenes y prolijas como ella no deben admitirse.

Andrés Cordero es demasiado conocido en ésta, para que yo deba presentarlo cariñosamente a mis gentiles lectores y dibujar su perfil artístico.

Modesto de una modestia sincera, odia el exhibicionismo exagerado y no viene entre nosotros a conquistar la Meca ni se las hecha de grande de la escena como el tuteliz Díaz de Mendoza que pretendió, a la sombra de la Guerrero, darnos gato por liebre, presentarse como una celebridad ante cuyo esplendor Salvini, Zaccone, Andó, Nuvelli, Coquelin, Silvain y Munet Solley, quedaban más chicos que un aficionado de quinta categoría.

Cordero ha sabido captarse mis simpatías y cosechar aplausos por su corrección y el modo concienzudo con que pisa las tablas.

Siempre dueño de sí, siempre señor, no olvida que la verdad para ser tal debe reflejar en el gesto, en el colorido de la palabra y en la intuición del personaje encarnado, ese tinte de humanismo que sólo la experiencia sabe arrancar al daguerreotipo de la naturaleza.

En los papeles de Felipe, Sullivan y Miguel, tuvo por eso momentos buenos, y pudo merecer los aplausos del parlerre y de las tertulias.

Pero a Cordero también le faltan como a su compañera, fuertes entusiasmos, teme caer en ridículo forzando lo dramático y de ahí que no me de las sensaciones que tendría derecho a exigir de él, que resulte de hielo o por lo menos ineficaz en situaciones donde yo lo quisiera arrebatador.

Sin embargo, me quedo con los intermedios de su monotonía antes de optar por el énfasis lírico de los actores españoles que aún permanecen refractarios a las exigencias del modernismo, y abruman desconsolada y tristemente el escenario de los teatros de provincia.

Luego me atrae Cordero como director y por el empeño que pone en la selección del repertorio y la manera de distribuir los papeles.

Un aplauso lo merece por lo exacto de sus trajes siempre apropiados a la época y cuidadosamente escogidos.

De los demás artistas de la compañía me ocuparé en otra oportunidad: por hoy señalaré como buenos en los roles de genéricos y característicos a los señores Guerrero, Alentor y Perla que son los mejores elementos de la compañía, ponen mucho cuidado en el estudio de sus papeles.

Lástima grande que así no pueda decir por todos y que tenga que notar la falta absoluta de un buen galán joven y de un brillante comme il faut.

Lo mismo noto deficiencia en los roles de segunda dama y de madre noble.

Respecto a la mise en scene algo se ha adelantado puesto que hemos visto un regular mueblaje y una que otra decoración pasable traída por Cordero que ha transformado la eterna faz de la escenografía del Progreso; pero todavía hay mucho que andar en ese sentido y Padilla debe desde ya pensar en echar el pliego de los telones harapientos e inservibles que desde hace veinte años muestran su mugriento perfil a las habitués del democrático coliseo minúsculo de la calle San Martín.

Y efectivamente Padilla nos avisa que está haciendo pintar diez nuevas decoraciones, por lo que lo felicitamos sinceramente. Una observación.

¿Por qué las alfombras permanecen constantemente en la escena, aun cuando ésta representa una calle, una campiña, un jardín?

Por la coherencia, únicamente por la constancia, ciertos anacronismos, Cordero debería eliminarlos. Volviendo a la compañía diré que el conjunto es bastante homogéneo y que teniendo en cuenta los precios populares del Progreso no hay para que ser meticuloso y pretender, celebridades, auténticas u apócrifas, porque muchas de las celebridades o que arguyen serlo, nos han proporcionado sendos chascos y profundas desilusiones.

Los llenos del Progreso y la selecta concurrencia que en las noches de función lo ocupan, demuestran que entre las artistas de Cordero y el público se ha establecido ya una corriente de simpatías de que disfruta justamente el buen Padilla, (empresario afortunado, cuerdo y nacido bajo el influjo de una buena estrella) y que aumentarán a medida que las obras del repertorio moderno afronten resueltamente el análisis de la intelectualidad cordobesa.

Hemos visto anunciadas entre las novedades: Las Sorpresas del Divorcio, Tosca, El Hombre de Mundo, pero ¿por qué no se representan Infiel, de Bracco; Teresa Raquin, de Zola; La Esposa Ideal  y Las Vírgenes de Praga; Como las hojas, de Giocosa; Gioconda los Tramontas, de D’Annunzio; La carrera al Placer, de Butti; El Cyrano, de Rostand; Quo vadis, de Sienkiewcz; Los Espectros, de Ibsen; Los Deshonestos, de Rovetta; El Nuevo Idolo, de De Currel; Casa Paterna, El Molino Silencioso, La felicidad en un rincón, de Sudermann y La Escalada del Olimpo, de A. Traversi.

¡Vamos Cordero, a no tener miedo a los tartufos de la verdad y trabajar con conciencia de artista y de hombre de la época!